El impertinente sonido del teléfono le sorprende a primerísima hora de la mañana. Apenas se había desperezado. Son los servicios sociales. Una voz desconocida, “tenía que ser una chica, sonaba joven y muy amable”, le informa de que ya está lista la telealarma. Y antes de que pueda darle las gracias, le felicita por su cumpleaños. Eva tarda un parpadeo en reaccionar. “¡Ahí va! Pero si es verdad, hoy es mi santo”. Ochenta y dos años. Se ríe por el lapsus. Justo le ha pasado el día en que va a hablar de memoria viva. Mira el reloj. Se prepara, realiza un par de recados y sale al encuentro de Juli. A las once, ambas ya están sentadas en una mesa redonda situada en un rincón del centro de mayores de Abetxuko colmado de luz natural, esperando a la prensa. Llegamos, se hacen las presentaciones, dos besos, dos besos, comienzan a hablar y ya no dejarán de hacerlo durante la siguiente hora y media.
Eva y Juli son dos de las integrantes de la comisión de lectura del centro de mayores del barrio. Y como tales, tienen en su haber la obligación -para ellas, pasión- de organizar actividades. La última es la que les ha traído a las primera páginas del periódico: la confección de un cuadernillo que recoja las vivencias de los primeros habitantes del barrio, relatadas por ocho de esos colonos con la ayuda de la poeta Pilar Corcuera. “Hasta ahora se habían hecho cosas que tenían que ver con lo que la gente había dejado atrás, cartas sobre sus pueblos, lo que sienten cuando vuelven de vacaciones... Y yo pensé que por qué no hablábamos de Abetxuko, porque nos lo ha dado todo”, cuenta Juli. La idea fue acogida con entusiasmo y ahora, a lo largo de tres jornadas, irá tomando forma. No será fácil. Es desempolvar un recuerdo y aparecer otros diez.
La historia de Abetxuko empezó antes de que el barrio fuera barrio, en 1958, cuando unas pocas familias llegadas de los campos de Álava, Andalucía, Extremadura, Galicia y Castilla la Vieja viajaron hasta Vitoria empujados por la necesidad, en busca de un trabajo en la metalurgia o en la construcción. Ése fue el principio del nacimiento de un lugar que, con el tesón de los vecinos, logró arrancarse la etiqueta de marginal y sustituirla por la de residencial. “Ahora, a mucha gente le gustaría comprarse una unifamiliar aquí”, afirma Eva. Ella misma, palentina de nacimiento, no se imagina en otro lugar que su casita de la calle Carretera, a donde llegó el 8 de febrero de 1960, recién casada. “Y eso que al principio”, confiesa, “pensé que no aguantaría ni un mes”. Hacía un año que se había producido la pomposa entrega de llaves a los primeros moradores, con visita del señor obispo y del gobernador civil, pero justo estaba el núcleo rural preexistente, formado por la Venta de la Caña, un caserío donde se vendían artilugios para la pesca y una docena de casas concentradas en la zona cercana a la carretera de Murgia, y las unifamiliares promovidas por el Ayuntamiento y la Caja de Ahorros Municipal de Vitoria para que los currelas de las fábricas vivieran cerca de sus centros de trabajo. Nada más. “Por no haber, no había ni aceras”, apostilla.
Así que le costó acostumbrarse. “A los 17 años había dejado el pueblo y había venido a Vitoria a servir. Resultó que la familia tenía una pescadería en la antigua plaza de Abastos, en Fueros, y empecé a trabajar allí. Vino mi novio, que era de un pueblo cercano, a hacer la mili. Y luego empezó a trabajar en Forjas. La patrona le costaba lo que el sueldo, 303 pesetas. Y como yo tenía dinero ahorrado, nos casamos y nos vinimos. Fíjate que pagué el adelanto, que eran 10.000 pesetas... Y, de pronto, me encontré en un monte. Y no conocía a nadie”, relata, entre risas. La única tienda era la Cooperativa, donde se compraba la leche, el pan venía de la Panificadora Áncora, el pescado lo vendía una señora con una cesta, casa por casa, las monjas ofrecían la atención sanitaria, la farmacia estaba en una casa abierta 24 horas, la escuela eran dos casetas para alumnos de todas las edades, con montañas de ladrillos por pupitres, y para desplazarse sólo estaba el Patxorro, aunque no tenía horario fijo e iba hasta la bandera. “Me acuerdo de que a la altura del cementerio de Santa Isabel había aduana y miraban lo que llevabas”, cuenta la octogenaria.
Por suerte, Abetxuko siguió creciendo y aparecieron servicios. “La familia a la que yo había servido montó una pescadería en la Plaza Mayor de Abetxuko y me contrató. Y después, con el tiempo, les compré el negocio”, cuenta Eva. Todavía el rótulo de la tienda, una de las pocas que ha resistido a la crisis y el éxodo de los jóvenes a Salburua y Zabalgana, lleva su nombre. “De hecho, todos la conocemos como la pescatera del pueblo... Y mi madre era la colchonera”, apostilla Juli, antes de comenzar su relato. Ella llegó al barrio del que nunca más se movió el 19 de abril de 1960, con 13 años, desde Labastida. Su aita trabajaba en Oñate y quería poder ir y venir en el día. “Mi madre, mi abuela, mi tío, un primo, una prima y mis hermanas más pequeñas vinieron en autobús de línea. Y una de mis hermanas, mi hermano, mi padre y yo, en el camión de muebles”, recuerda. El primer impacto fue, como le pasó a Eva, “malo, aquello era un barrizal”, pero al entrar en la casita de la calle La Presa, entonces llamada Zadorra, su mundo se iluminó. “¡Tenía agua!”.
Al poco, Juli empezó a trabajar en una carnicería, la primera del pueblo, y fue allí donde conoció al que luego sería su marido. “¡Nos casamos en la iglesia de El Cristo, la primera boda allí!”, subraya. Compraron un piso de la segunda fase constructiva, la que tuvo lugar entre 1968 y 1969 con la edificación de pisos de cuatro y cinco alturas en la Plaza Mayor, Origuebela, Arriagana, Iturrizabala, Los Nogales, Pasaje de Áncora y la Presa. Y fueron prosperando. Ella logró sacarse el Graduado Escolar, a la vez que trabajaba. También fue una de las artífices de la ikastola del barrio, que arrancó como una cooperativa. Y ahora que está jubilada, continúa volcada en el barrio, organizando actividades en el centro de mayores y participando en muchas más. Igual que Eva, a quien los años le pesan menos que la viudedad. “Mi marido falleció de un cáncer fulminante hace 17 años”, confiesa.
Es el único momento en que la octogenaria se entristece. Y su compañera se encarga, enseguida, de que vuelva a esbozar una sonrisa. Son mujeres luchadoras, activas, perfecto reflejo del espíritu de un barrio que se hizo a sí mismo. “Y si hay que poner un pero a Abetxuko... Pues que han cerrado muchas tiendas”, señala Eva. “Eso es verdad”, reconoce Juli, “pero por lo demás, nos gusta absolutamente todo de él, ¡incluidas las aceras!”.
300 ejemplares. Ocho personas forman parte de la iniciativa para reunir en un cuadernillo viejas vivencias de Abetxuko. La recopilación de historias se hará a lo largo de tres jornadas, con la ayuda de la escritora y poeta Pilar Corcuera, que ya ha comenzado a grabar a algunos participantes. La idea es, a partir de los testimonios, ordenarlos con “no fue fácil... pero ahora no me iría” y acompañarlos de un montón de fotografías de aquella época. Se repartirán un total de 300 ejemplares por el barrio.