Al salir del colegio, en vez de ir a casa, Fermín Larrea ponía la directa a Postas. En esa céntrica calle se ubicaba el garaje de Autobuses La Vitoriana, compañía fundada por su abuelo, propiedad entonces de su padre, su futuro legado. Eran principios de los cincuenta. Otra época. “Iba y me ponía como un San José de grasa”, recuerda entre risas, desde la complaciente nostalgia que da el tiempo. Sólo hubo una cosa que consiguió reducir las manchas de su camisa. El Meccano. Cuando su progenitor, aficionado a este juego de construcciones, le regaló una caja con los elementos necesarios para dar vida a un coche, hubo un antes y un después. El principio de una pasión que sólo iría a más. Aquel niño de apenas diez años es ahora un jubilado de setenta y dos con más de 100.000 piezas distribuidas entre creaciones perpetuas, otras que están destinadas a morir para resucitar con otra forma y un rosario de cajones hechos a medida. Planchas, ejes, ángulos, ruedas y engranajes de todas las épocas y colores que, entre sus habilidosos dedos y gracias a su imaginación matemática, son capaces de transformarse “en lo que sea, en cualquier objeto”.

Fermín estuvo presente en la XXVI Exposición Nacional de Meccano que arrancó hace unos días en la localidad madrileña de Collado Villalba porque no podría haber sido de otra forma. En todo el País Vasco, no hay un enamorado como él. Para esta ocasión llevó algunas replicas exactas a escala 1.10 de los autobuses de La Vitoriana que el propio Larrea condujo durante los años en que el negocio perteneció a la familia, así como de la compañía Continental y uno de origen inglés. Obras hechas sin más referencia que la memoria en el caso de los vehículos que asfaltaron su vida, escogidas por el cariño que les guarda y por la comodidad de no tener que desmontarlas parcialmente para transportarlas. “Aunque alguna vez me ha tocado hacerlo. Porque he construido cosas grandes... Y en la primera exposición que se hizo en Vitoria, en 1977 en la sala de la Caja Provincial de San Prudencio, donde ahora están las oficinas técnicas del Ayuntamiento, tuvieron que quitar una placa del techo para que entrara mi torre Eiffel”, evoca, ensamblando recuerdos con la misma agilidad con que da rienda suelta a su pasión atornillada.

Varios álbumes con instantáneas de toda una vida dan fe del profuso trabajo de Fermín. “Antes de desmontar un modelo, lo fotografío”, explica. Hasta 1992, lo de poner fecha de caducidad a una creación fue una práctica habitual por falta de espacio. Vivía con su mujer y sus hijos en un piso de 70 metros cuadrados en Vitoria, sin posibilidad de habilitar un cuarto para su afición. “Así que hacía algo, estaba un tiempo con él y lo deshacía”, explica. Lo cuenta sin pena, seguramente porque en eso consiste también el espíritu Meccano. No obstante, cuando hace 22 años él y su esposa decidieron abandonar la capital en busca de la paz de Mendoza, el arquitecto de la casa recibió una orden clara. En la parte superior habría una sala de juegos destinada a sus piezas. Allí descansan desde entonces muchas de ellas, distribuidas a lo largo de muebles en orden militar, y las que no están guardadas dan forma a distintos objetos: los autobuses, un reloj que tras unos cuantos quebraderos de cabeza funciona a la perfección y varios tiovivos, carruseles y norias que se mueven. El jubilado pulsa el botón de encendido como quien corre la cortina del teatro para dar inicio a la función. Los motores, complementos perfectos de Meccano, son su obsesión secundaria. “Cuando encuentro algo que lleva uno, lo desmonto y lo utilizo”, confiesa. Lo mismo le valen ésos que giran los platos del microondas que los de las máquinas tragaperras.

El gran Belén que monta Fermín por estas fechas en la sala de juegos es una buena muestra de su afición añadida por la electricidad. “Es que estudié Ingeniería en Bélgica, aunque nunca ejercí. Cuando volví, empecé a trabajar en Autobuses La Vitoriana”, apostilla, a modo de introducción, antes de ponerlo en marcha. El trabajo iniciado a principios de octubre ha vuelto a dar los resultados esperados. Se mueven los Reyes Magos, la estrella que les guía, varios pastores con sus ovejas, un burro, los soldados romanos, Herodes y la puerta del castillo... Se hace de noche, las casas se iluminan, vuelve el día... Y todo lo que sucede pasa en coordinada armonía, gracias a unas tripas perfectamente diseñadas con distintos motores y programadores. Los nietos, cuando lo visitan, se vuelven locos, aunque saben que las obras del abuelo, ésta y las demás, “se miran pero no se tocan”. Larrea confiesa su manía con una sonrisa. Da igual que un día acaben desmontadas en sus meticulosos cajones, a la espera de una nueva resurrección. Son, casi, casi, sagradas. Un dogma típico del mundo Meccano.

Curiosamente, nadie en la familia ha continuado la afición que Fermín heredó de su padre. Tampoco es un hobby especialmente típico por estos lares. “En el País Vasco, que pertenezca a la Asociación Nacional, sólo estoy yo. ¿Por qué? No sé... Hay quienes dicen que porque es caro, pero yo no lo veo así. Una caja de un coche, por ejemplo, puede costar 12 euros. Y si compras dos o tres más... Entonces puedes empezar a hacer un montón de cosas distintas”, opina. Él, además, casi todas las que tiene las ha recibido como regalo. “Conmigo lo tienen muy fácil en los cumpleaños, Olentzero, Reyes Magos o Día del Padre... Meccano, Meccano y Meccano. No quiero otra cosa”, prosigue. De ahí que haya conseguido las piezas para levantar obras grandes y memorables: la vieja cruz de Gorbea, aquella que el viento derribó por su altura y su escasa estabilidad, replicada con una altura de 3,30 metros, o la nueva, de 1,50 en proporción con la anterior, el quiosco de La Florida, con músicos que mueven sus brazos, y el puente colgante. Ejemplos de maestría a los que pronto se sumará, si consigue los planos, la estación de Euskaltzaindia. Según dice, le está resultando difícil dar con ellos, aunque no duda de que pueda tenerla lista para cuando se estrene la auténtica. “Ahora dicen que empezará a funcionar en marzo, pero con los retrasos que ha acumulado hasta ahora...”, apostilla.

Lo dice mientras entorna los ojos, como si ya se estuviera imaginando su nueva creación. No puede evitarlo. Lleva la afición por construir en la sangre. Y ni siquiera la hernia lumbar que le obligó a pasar por quirófano hace dos años la ha apaciguado, aunque ahora la movilidad no sea la misma. “Siempre he dicho que si un día dejo el Meccano, es que algo malo me pasa”, sentencia.

Otros usos para el Meccano. Lejos de su uso tradicional, las piezas y la facilidad de ensamblar estructuras con ellas han facilitado nuevos usos para el Meccano. Debido a su longevidad, y a su bajo precio, grupos de usuarios de informática lo usan como materia prima para la construcción de distintos prototipos relativos a periféricos caseros como impresoras. Además, este juego tiene doble lectura en robótica. Las piezas son ideales para la construcción de la estructuras y articulaciones.