Nunca se había diagnosticado una celiaquía en Álava hasta 1983. María Antonia Delgado fue la primera. Entró en el hospital para dar a luz y del paritorio pasó a la UVI. “Los médicos vieron que algo andaba raro y no me soltaron hasta que no descubrieron qué era”, recuerda. Para entonces habían pasado 23 años de abdomen hinchado, dolores estomacales, diarreas, cansancio y jaquecas. Puñaladas a su calidad de vida que en el ambulatorio habían interpretado como gastritis, aunque ni las dietas blandas ni la medicación habían logrado hacerlas desaparecer. Existía un motivo, hasta entonces oculto, para que esos tratamientos no funcionaran. Contenían el producto prohibido, gluten, una proteína presente en la mayoría de cereales, salvo en el arroz y el maíz, usada también en emulsionantes y estabilizadores, que al ingerirla atacaba las vellosidades de su intestino delgado, impidiendo que éstas absorbieran los nutrientes y deteriorando su salud. El hallazgo llegó tarde, pues ya estaba cultivando complicaciones derivadas de este trastorno genético que aparecerían más adelante, y en un momento complicado, porque aún no existían en las tiendas productos adaptados a personas como ella. “Durante dos décadas sufrí fuertes carencias alimenticias. Lo pasé mal”, confiesa, aun sin perder la sonrisa, siempre combativa.

Ahora todo es más fácil para la gente como María Antonia. La medicina ha avanzado con diagnósticos más precoces, aunque sólo el 25% de los celíacos sabe que lo es, y la industria alimenticia se está modernizando. Sin embargo, falta mucho para que la discriminación en la que se sienten inmersos desaparezca. La celiaquía es un trastorno crónico y, por ahora, no existe otro tratamiento para afrontarla que llevar un régimen libre de gluten. Puede que el remedio suene fácil, pero en realidad está lleno de obstáculos: el trigo se encuentra en la base de casi toda la dieta, las etiquetas continúan presentando grandes deficiencias de información y el precio de los productos realmente adaptados a esta enfermedad son muy caros. “Tienes que estar mirando cada cosa con lupa y gastar un montón de dinero. No es justo porque la comida es nuestra medicación. Deberíamos de recibir una ayuda o algo...”, reivindica Bonifacia Martín. Ella es la madre de María Antonia y descubrió que era celíaca cuando tenía 51 años, a raíz de que le diagnosticaran el trastorno a su hija y los médicos estudiaran el entorno familiar. “No está confirmado que esta enfermedad sea hereditaria, pero el protocolo es así”, explica.

Esta octogenaria de 82 u 84 años -madre e hija no se ponen de acuerdo- nunca había tenido problemas de salud especialmente severos, aunque la tostada de las mañanas que todavía añora no terminaba de sentarle bien. “Es que la celiaquía puede ser asintomática, lo cual casi es peor, porque puede impedir un diagnóstico precoz. Y, cuanto más tiempo se pasa ingiriendo gluten, más probabilidades hay de tener enfermedades como osteoporosis, infertilidad, abortos, enfermedad hepática, cáncer intestinal...”, advierte María Antonia. Víctor Manuel Pérez asiente. Él devoraba media barra de pan al mediodía sin saber que estaba agravando la celiaquía. En su caso, era silenciosa. “Lo mío fue por la tiroides, que también está asociada a esta enfermedad, pero entonces yo desconocía todo esto. Me hicieron unos análisis el pasado mes de marzo y salió que era celíaco”, desvela. Desde entonces, lo que más le duele es el bolsillo, amén de lo mucho que tarda en hacer la compra y todo lo que ya no puede comer, pero ese hallazgo ha sido positivo para otros muchos vitorianos. “Tengo una tienda de chucherías y ahora procuro ofrecer género sin gluten con todas las garantías, guantes incluidos cuando hago las bolsitas”, explica el joven.

Toda precaución es poca, ya que uno de los riesgos a los que se enfrentan los celíacos es la contaminación cruzada. “Puede que un alimento no lleve gluten, pero si, por ejemplo, ha sido fabricado en unas instalaciones donde se hacen cosas con trigo, entonces ya no lo podemos tomar. Por eso tenemos que mirar tanto las etiquetas, en busca de un puede contener trazas de...”, aclara María Antonia. Ese contagio de la proteína prohibida por contacto explica, en parte, que los productos especialmente fabricados para quienes sufren esta enfermedad tengan un precio mayor. “Las empresas deben disponer de espacios específicos”, apuntilla Esther Obanos, presidenta de la Asociación de Celíacos de Álava, Ezeba, “y eso no resulta rentable”. Además, desde las instituciones no se está facilitando el abaratamiento del proceso. “La ministra Mato anunció a bombo y platillo que iba a reducir el IVA en el pan de los celíacos, pero redujo el IVA de la harina de maíz, cuando con lo que tienen que trabajar los fabricantes es con el almidón de la harina, ya que con la harina de maíz en sí no se puede hacer nada... Pero como es un derivado no se aplicó la rebaja”, recrimina. La lucha a la que se enfrenta este colectivo, de la mano del resto de plataformas españolas, es complicada. Sin embargo, la tozudez ha dado algunos frutos, como el certificado de marca de garantía, título que permite a los productores asegurar que sus alimentos están libres de gluten y ofrece a los celíacos la tranquilidad de saber qué están consumiendo sin tener que buscar la letra más pequeña.

“Si no fuera porque nos hemos movido...”, subraya María Antonia. La primera celíaca diagnosticada de Álava atribuye al trabajo de los afectados la creciente aparición de productos sin gluten en los supermercados. “Era una auténtica necesidad y un paso muy importante de cara a las nuevas generaciones. Los jóvenes ya no tendrán que pasar por lo que pasamos nosotros”, subraya. Naroa López sonríe, agradecida. Ella descubrió su enfermedad hace justo un año, cuando tenía catorce. “Empecé a notar que se me hinchaba mucho la tripa cuando comía una pizza o un bocadillo... Yo pensaba que sería por el crecimiento, pero no. Me hicieron una gastroscopia y me dijeron que era como si un tsunami hubiera atravesado mi intestino delgado”, rememora. Por ahora lleva bien la enfermedad y sus limitaciones, aunque confiesa que echa “mucho de menos el chocolate de Milka con Oreo”. “Por eso yo doy las gracias de que me descubrieran la celiaquía desde niña, porque no sé qué es ni el pan de trigo”, apostilla Lucía Lorenzo, de la misma edad. Su diagnóstico fue muy precoz, con apenas tres primaveras, aunque hasta entonces su vida fue un rosario de fiebres y diarreas. “Mis padres estaban tan desesperados que cuando les dijeron qué es lo que pasaba se quedaron tranquilos. Al menos ya sabían lo que tenía y podían afrontarlo”, explica.

La constancia es fundamental para estos enfermos. Basta que se salten una vez la dieta para que su intestino sufra las consecuencias. “Y siempre hay tentaciones, porque, como suelo decir, si algo está rico es que tiene gluten”, advierte Bonifacia. No obstante, gracias a los nuevos productos para celíacos y a una mayor información, es posible mantener dentro de casa una alimentación variada y hasta sabrosa. Ezeba imparte habitualmente talleres de cocina, fundamentales para que los afectados conozcan los productos permitidos y prohibido, a la vez que aprenden a confeccionar platos adecuados. También ha desarrollado una aplicación de móvil para que sus asociados puedan comprar con más comodidad. Comer fuera de casa es, sin embargo, otro cantar. Aunque ya hay establecimientos con platos sin gluten ni contaminación cruzada, como el Dolomiti o la Posada del Duende, “salir de restaurantes sigue siendo muy difícil porque, aunque parece que se sabe mucho de la celiaquía, no es cierto”. La última vez que Esther pidió una ensalada sin gluten para sus dos hijas tuvo que devolverla. Llevaba gulas.