Vitoria. lA restricción del paso de las bicicletas por el Ensanche de Vitoria y su salto generalizado a la calzada son cosas modernas. O eso dice el Gabinete de Javier Maroto, entre otros argumentos, cuando defiende la nueva normativa y su polémico decreto de las críticas. Al parecer, todos los países europeos punteros en movilidad ciclista han hecho de sus centros islas peatonales y han obligado a los coches y pedales a compartir espacio. Vanguardia urbana. Prácticas de la nueva era por la sostenibilidad y la convivencia. ¿O no? DNA ha encontrado el documento que demuestra que esta regulación no es sino una especie de Delorean que devuelve a los ciudadanos a finales del siglo XIX, cuando don Ángel González-Arnao, un señor de prosa fina en sus bandos, gobernaba Gasteiz. Él ya prohibió a los velocípedos -así los llamaban- transitar por las aceras cuando la ciudad era un puzzle de sólo dos piezas, con limitaciones horarias en el paseo de La Florida. Por qué sorprenderse. La vida evidencia millones de veces su capacidad cíclica, con modas que van y vuelven, que introducen nuevos matices, eso sí, pero mantienen la filosofía de fondo.

Viajemos, pues, a la Vitoria de 1893, una ciudad terriblemente conservadora, pequeña, de 26.000 habitantes, sin apenas industria. Ya entonces había ciclistas urbanos. Bastantes, de hecho, porque en esa década las bicis fueron muy populares en todo el mundo. Y también sufrían el dilema de rodar por la acera o saltar a la calzada, más agudo en su caso por no disponer de bidegorris. Por supuesto, la mayoría tendía a resolverlo escogiendo la opción más segura. Había que evitar los carruajes de caballos. Pronto llegaron las quejas de los viandantes, hartos de ciertos bicicleteros kamikazes, ciudadanos incívicos con el don de hacer pagar a justos por pecadores. "Que deseando evitar las continuas reclamaciones que se producen en la Alcaldía de mi cargo a consecuencia de accidentes causados por los velocípedos he creído oportuno reproducir las disposiciones siguientes...". Es la entradilla del bando, fechado en 17 de julio. Tal vez Maroto podría haberla copiado, adaptándola al castellano moderno y con versión en euskera, claro. "Hay que proteger el derecho del peatón a no ser arrollado", aseveró recientemente.

González-Arnao optó por las soluciones más radicales sin plantearse otras alternativas previas, justo lo que le achacan los ciclistas actuales a Maroto. Primera medida: "Queda terminantemente prohibido transitar en velocípedo por los paseos, aceras y andenes de esta ciudad. Se exceptúa el paseo de La Florida, donde podrán andar los velocipedistas en las horas marcadas, hasta tanto que el Excelentísimo Ayuntamiento no retire el permiso que al efecto tiene concedido". Además, por si fuera poco, "la marcha que deberán llevar los velocípedos dentro de las calles de la población será aquélla que permita poder pararlos en un momento dado". ¿Qué velocidad cogerían las bicicletas en aquella época? ¿No pesaban alrededor de treinta kilogramos? ¿Y aun así eran capaces de darse a la fuga en caso de cometer una infracción?

El equipamiento de la bici con elementos que permitan hacer notar su presencia es una exigencia de la nueva ordenanza vitoriana y también lo fue de aquella primera, aunque con más gracia. Tercera disposición de González-Arnao: "Todo el que transite en velocípedo irá provisto de un timbre o corneta, que deberá hacer sonar en el caso de cruzarse en su camino alguna persona". Se ve que entonces la contaminación acústica no era un concepto valorado como en la actualidad. "También llevará un farol que encenderá desde el momento que luzca el alumbrado público de la ciudad". Corneta y farol... ¿Cómo agarrarían el manillar? Seguramente de aquella hornada de ciclistas salieron unos cuantos malabaristas. Una pena no disponer de testimonios escritos y gráficos de sus andanzas.

González-Arnao fue listo y tuvo un gesto de buena voluntad con los pedaleadores, con una cuarta disposición destinada a protegerles de los peligros de la carretera. De algunos, al menos. "Así como las anteriores disposiciones tienden a garantizar la seguridad de los transeúntes, con objeto de atender a la de las personas que se dedican a dicha clase de Sport" -sí, han leído bien, deporte en inglés y con mayúscula-, "se prohíbe en absoluto arrojar o poner en la vía pública objeto alguno que pueda embarazar la marcha natural de los citados aparatos de locomoción". Lo de las zonas 30 aún era impensable, por supuesto. Ni siquiera había coches. A finales del siglo XIX, Francia comenzaba a comercializar vehículos de gasolina y la burguesía española miraba al país vecino para conocer las últimas tendencias. En 1881 se encargó un Panhard Levassor y se convirtió en el primer coche en llegar al Estado. En 1907, apenas había mil matriculados.

Pero volvamos al bando, que queda el broche. "Confío en que la discreción y la cultura de los habitantes de esta localidad evitarán a esta Alcaldía el imponer correctivo alguno", subraya el alcalde. Pero... "En caso de contravención a las precedentes disposiciones se aplicará a los infractores la multa de cincuenta pesetas, según los casos y las circunstancias, con arreglo a las leyes vigentes, sin perjuicio de que sean sometidos a los tribunales de Justicia, si así procediera". La cantidad era importante, mucho, en un país vapuleado por una crisis brutal que había provocado una reducción significativa de los salarios, aunque tampoco es que se quede corta ahora. A las administraciones, de siempre, se les ha dado bien recaudar.