a Corte enmudece. El régimen corre peligro. El faro de la Transición se ha apagado. Aquel rey de los españoles del 78 ha resultado un fiasco envuelto en líos de bragueta y corrupción. Ha huido como cualquier mísero cobarde buscando amparo. Y en su estrambótica fuga, los juancarlistas han desaparecido avergonzados. Nadie ahora dice ser monárquico ni aparentarlo. Las ilusiones republicanas aprovechan el caos para hacerse un hueco en medio de la pandemia-2 galopante. Felipe VI no tiene quien le escriba. Ni siquiera Pedro Sánchez, tan republicano ayer como hoy, pero consciente de su enorme responsabilidad en medio de la turbulencia. El presidente del Gobierno español ha dado la cara por el Estado y su estabilidad, dejando sin margen de maniobra ni de critica al PP, asumiendo un desgaste de fácil reposición y relegando a Pablo Iglesias al populismo para así reencontrarse mínimamente con el granero que ya no le adula.

España camina sobre pies de barro. Le carcome una endiablada inestabilidad política. Evidencia una insufrible incapacidad para afrontar su convivencia territorial. Sufre un escalofriante deterioro económico. El covid-19 acecha con propinarle desde su rebrote veraniego y quizás otoñal otro demoledor golpe de consecuencias devastadoras para su incipiente rehabilitación productiva. Y, además, se le acaba de caer el castillo de naipes de su indisoluble régimen constitucional. Tiempos de zozobra.

Con su extrañamiento, Juan Carlos I ha erosionado la creencia monárquica hasta comprometer el futuro de su linaje. De momento, ha dejado demasiado huérfano a su hijo, sin el respaldo social ni político suficientes para solidificar un reinado en medio de una coyuntura tan desequilibrante. Pero, desde luego, nada comparable con el incierto horizonte que se cierne peligrosamente sobre Leonor de Borbón y sus comprometidas posibilidades de acceder un día al trono. Es evidente que la compuerta del debate sobre el futuro de la monarquía se ha abierto de la manera más indecorosa posible y su continuidad parece asociada al sobresalto. Los millennials y la generación del coronavirus apenas recordarán las hazañas de la restauración democrática, los entresijos de aquel golpe de Estado del 23-F y el desarrollo económico y sus desigualdades. En cambio, comentarán jocosos cómo un rey se manchó las manos con dinero ajeno, dinamitó su inmunidad hasta el pillaje y comprometió la imagen de su propio país hasta la indolencia. Para entonces, el CIS se habrá ido quitando el miedo a conveniencia de sus ideólogos para preguntar sin temor sobre qué régimen le gusta más. Tiembla Leonor.

La pandemia ha quedado reducida a una gripe ante el zambombazo de la deserción juancarlista. Tampoco le ha venido mal semejante estallido al Gobierno central para sacudirse sin moverse de una incomprensible ausencia de medidas frente a la escalada de contagios que rememoran registros de puro confinamiento. Las expectativas son aterradoras. La campaña de turismo es un permanente lamento por sus catastróficos resultados. Los rebrotes diarios desnudan el libertinaje del ocio nocturno. La descoordinación autonómica es irritante. Pero las tertulias siguen mucho más interesadas por preguntarse dónde se ha refugiado el rey emérito.

Iglesias también está muy interesado en estirar sin límite el cliché monárquico. Sabe que es su única tabla de salvación ideológica ante el ninguneo de que es objeto y los rejones electorales sufridos. Sánchez le eclipsa sin miramientos ante las grandes solemnidades y Carmen Calvo le enmienda sin piedad. A ninguno le preocupa que se habla de disensiones en la coalición. Su gesto mira con luces largas. Era impensable otra estrategia si se pretendía encontrar la salida de Estado menos indecorosa al tormento mediático que entrañan las malévolas cintas de alcantarilla de la despechada Corinna y el pendenciero Villarejo. Las bases socialistas tragarán este sapo sin mayores estridencias. Están curtidas ante semejantes sacrificios. El problema es para otros.