Unos cuantos bastantes lo estamos pasando regular este puente y tendremos agarrado el corazón hasta mañana, cuando la rutina difumine de nuevo el recuerdo de los seres por siempre añorados que nos aguardan en el otro barrio. Así llamaba mi padre al mundo de los muertos y en el segundo Día de Difuntos todavía lo he echado de menos más que en el primero. Abrazo para quienes transitan por similar trance, mayor si el impacto es reciente.
Porque al lógico shock emocional, incluso ante óbitos anunciados, le sucede un también natural estado depresivo por la tristeza tiznada de amargura que nos invade. Una pena que va mutando a nostálgica melancolía en el estadio de la aceptación, un proceso por el que hay que pasar hasta convivir con la ausencia. Sin ningún complejo en recurrir a ayuda profesional si el duelo se cronifica, pongamos que con signos de ansiedad o insomnio, ya que echar de menos a quienes quisimos tanto resulta intrínsicamente humano. Como celebrar la suerte de haber conocido a gente excepcional, con la huella indeleble que nos dejó, y rememorar esos momentos compartidos literalmente inolvidables, paladeando de nuevo aquellas intensas sensaciones y estos sentimientos mejores que aún perduran. De la experiencia dolorosa de la pérdida cabe asimismo extraer la lectura de qué queremos ser para nosotros mismos y significar para los demás mientras respiremos. Porque la muerte venidera es lo único seguro de nuestra existencia e interiorizar la temporalidad sin ambages supone garantía de disfrute y de asumir reveses con templanza pues al fin y al cabo todo se acaba. Vivir con la certeza de la muerte y el vacío de quienes fallecieron constituye la asignatura colectiva pendiente de esta sociedad infantilizada. En particular de una juventud de espaldas a la finitud, cuyo epílogo se trata de afrontar en condiciones dignas e indoloras.
Como sólo se vive una vez –al menos en este estado corpóreo, licencia para creyentes–, modestamente creo que igual que echamos de menos procede echar de más. Es decir, apartar pero ya de alrededor a quienes no nos aportan nada; más diré, a los que en su toxicidad nos hacen peores o incluso nos restan al extraer nuestra mejor energía, endosándonos sus malas vibraciones. Llega un punto en la vida, justo porque en su deliciosa fugacidad se nos escapa, que hay que saber elegir y eso vale también para la socialización de calidad. La misma que debemos procurarnos para los instantes de imprescindible soledad, igualmente nutritiva, sí.
Ya que estamos, les confieso que también echo de más este invento de Halloween, importado por Estados Unidos desde Irlanda y ahora globalizado como teatralización de la muerte de consumo al por mayor, con el impulso del marketing audiovisual y la industria del cine yankis. Como si nos faltasen por aquí seculares tradiciones, rituales y liturgias ligadas a los ciclos naturales –hasta cosmológicos– y a la religión. Me supera lo del truco o trato, mucho. Pero que el susto se lo lleve Trump este martes, please.