que como consecuencia de su debilidad numérica en el Parlamento el gobierno de Pedro Sánchez sea un gobierno más de gestos que de hechos entra dentro de lo aceptable.
De hecho, tras años de un gobierno corrupto y de ultraderecha liberal como el de Mariano Rajoy, incluso se agradece la rebaja de producción normativa y que sus señorías se centren en desarmar algunas de las medidas más regresivas en lo social de los moradores de Génova 13.
Aquí, podemos incluir la sanidad universal -recuperar la justicia universal tampoco sería mala idea-, intentar retomar el diálogo con las comunidades autónomas, los acuerdos presupuestarios con Podemos, e incluso, la exhumación de los restos del último asesino dictador español que, además, ha servido para dejar al descubierto las costuras falangistas de los de siempre y de los que se presentan como regeneradores de la política española desde el “centro”.
Sin embargo, la política de gestos no siempre es inocua y a veces trae consecuencias con las que no se contaba.
Hace mucho tiempo que Pedro Sánchez tenía que haberse dado cuenta de que soplar y sorber no puede ser. No se puede hablar de diálogo en Cataluña y al mismo tiempo dejar caer veladamente la posibilidad del 155 de vez en cuando. No se puede pactar los Presupuestos con Podemos y al mismo tiempo pretender que la derecha catalana te los apoye. Pero sobre todo no se puede anular pedidos armamentísticos y pretender que tal acción no tenga consecuencias económicas.
He de reconocer que, cuando desde el Gobierno central decidieron anular el envío de bombas españolas a Arabia Saudí porque las iban a emplear contra la población civil, me pareció una medida efectista y poco efectiva, pero bienvenida era.
No supuso ninguna sorpresa que tal decisión tuviera consecuencias, pero sí que el gobierno no las hubiera previsto, o al menos no fuera capaz de asumirlas.
Han bastado dos días de movilizaciones preventivas en los astilleros gaditanos, un nuevo desencuentro con la archienemiga Susana Díaz, y un toque populista del alcalde de la villa Kichi para que Sánchez haya dado marcha atrás y haya decidido, finalmente, enviar las bombas.
Y si ya la decisión de enviar ese armamento es, de por sí, lamentable, pretender convencer a la opinión pública de que el cambio de opinión se debe a que las bombas son tan precisas que no van a matar a nadie es ya tomarnos a todos por imbéciles.
Las armas, ya sea para atacar o defenderse, tienen único objetivo: matar. Matar, con mayor o menor precisión, pero matar al fin y al cabo. Y sí, es cierto, si no son armas españolas (o vascas, que también las hay), serán de otra nacionalidad, pero eso no exime a nadie de la responsabilidad de trabajar en un sector, el armamentístico, cuyo éxito radica en la capacidad de destrucción.
Es cierto que hay miles de trabajos en juego pero, si un gobierno se define como pacifista, tal vez sería más útil ir pensando en cómo reconvertir el sector que en seguir fiando al recrudecimiento de las guerras por el mundo el mantenimiento de las tasas de desempleo.