Se le adivina el espíritu joven en sus deportivas fosforito. En sus deportivas y en que viene corriendo con ellas desde la otra punta de Bilbao, la huella de un carcinoma superado resguardada por una gorra, el cuello protegido con un pañuelo de su difunta esposa. “Ella no me habría dejado correr por miedo. Cuando hacía footing, con 55 años, ya me decía que a ver si me iba a dar algo”, recuerda Fortunato Vencedor, media sonrisa dibujada pensando en el rapapolvos que le caería si su mujer se enterara de que, a sus 87 años, sigue a la carrera. Los hijos, en cambio, están encantados. Y los nietos, no digamos. Con los pequeños corretea en el parque los domingos. “Les dejo ganar y alucinan. Al niño le pidieron en el colegio que contara algo alegre de casa y contó que su abuelo corre y sale en la tele. Fue muy aplaudido”, relata, los ojos brillantes de orgullo.
De chaval Fortunato jugaba a pelota mano, pero “había que comer y no tenía ni para alpargatas”, así que no retomó el deporte hasta que se jubiló. “Tenía inflamación en las rodillas de trabajar en el bar y me dijo el médico que paseara todo lo que pudiera”, explica. Como buen bilbaíno de adopción, se lo tomó tan a rajatabla que empezó subiendo el Pagasarri y terminó corriendo el maratón. “Son 42 kilómetros. En el último las piernas no me iban y lo acabé andando. Flotaba, no sentía el cuerpo”, rememora.
En su palmarés no abundan las medallas, pero haciendo honor a su apellido -Vencedor- considera un triunfo completar el recorrido. “Casi siempre llego el último, pero eso es señal de que Dios me está dando salud para seguir corriendo”, agradece. La primera vez que se lanzó a desgastar zapatilla entre la muchedumbre fue en la Herri Krosa de Bilbao, empujado por un hijo. “Tenía mis dudas. Con 65 años me parecía que la gente igual se iba a reír, que dirían: Mira ese anciano, se quiere considerar como si tuviera 20 años”. Menos mal que se animó porque si no, se habría perdido un montón de aplausos. Y algo más que eso. “Cuando termino las carreras, muchas mujeres vienen y me dan dos besos. Me dicen: Quiero ser como tú cuando llegue a tus años”.
Fortunato cogió carrerilla y fue anotando en su libreta “la subida a Artxanda, la Santurce-Bilbao, la Behobia-San Sebastián...”. Una panzada de kilómetros sin una sola lesión en su historial médico. “Cosa rara”, admite. El único esguince que se ha hecho fue por pisar mal un bordillo tras recibir un empujón involuntario. Una minucia en veintipico años. Por lo demás, un carcinoma, dos operaciones de hernia, pastillas para la próstata y vitaminas para la vista. La vacuna de la gripe, ni mentarla. “¿Para qué si no cojo catarros?”, pregunta, convencido de que lo suyo es pura genética. “Mi madre murió a los 92 años, así que ya tengo ahí una referencia”, dice Fortunato, a quien una chica le preguntó “de qué pasta” estaba hecho. “Pasta de la buena”, le contestó.
Juanjo Albizu, donostiarra afincado en Bilbao, 79 años, llega con su skate a la pista de Zorrotzaurre. Si no fuera porque lleva la camiseta metida por el pantalón, pasaría por un chaval. Ambos se saludan. Coincidieron en una carrera hace años en la que murió un atleta. “A algunos les pasa por falta de entrenamiento. Se apuntan pensando que es una carrera de patio y no es así”, advierte Fortunato, que para tener fondo solía correr desde la Plaza Zabalburu hasta el Casco Viejo de Algorta. “Hay que animar a la gente a hacer ejercicio pero dentro de sus posibilidades”, asiente Juanjo.
Fortunato le pone al corriente de su salud de hierro. “He corrido con granizo, viento, lluvia, y nunca he tenido un catarro”, dice. “Pero te esperaría en la meta alguien con una manta ¿no?”, se interesa Juanjo. “Nada. Me ponía encima la ropa que había llevado y me iba en autobús”, contesta él. “Y las rodillas ¿te responden bien?”, sigue indagando Juanjo. “Como si tuviera 18 años. Se me cargan cuando llevo ya 15 kilómetros o aumento el ritmo”. Ver para creer. “Me voy a tirar de la pirámide esa”, anuncia Juanjo y patina arriba y abajo del montículo.
“Un tortazo tremendo” Retoman la conversación en el capítulo de caídas. Fortunato calcula veinte tropezones. Juanjo acumula varios trompazos. Uno, por una cascarilla que frenó en seco el skate y lo catapultó. Otro, por un “¿A que no haces eso por la cuesta? ¿Que no? Ya verás”. Y vio las estrellas. Otro más, por no divisar, patinando en línea, unos peldaños. “Me pegué un tortazo tremendo. Tenía que dormir sobre el costado derecho. Al de poco me caí de ese lado y tuve que dormir boca arriba”, cuenta entre risas Juanjo, que acabó comprándose un pantalón de portero acolchado para amortiguar los golpes.
Juanjo está aprendiendo a hacer el ollie y el fakie, dos trucos que consisten en saltar con el patinete y deslizarse marcha atrás. Sube por la rampa, gira la cadera y desciende sin perder el equilibrio. “Aprender a hacer esto igual me cuesta año y medio”, apunta. Su mayor hazaña ha sido “ir desde Leitza a Hernani por todos los montes. Tardé ocho horas”, precisa Juanjo, al que le gustaría “hacer parapente porque volar es precioso”. También juega a pala, practica snowboard... De todo, menos jugar a cartas. “No tengo nada en contra, pero estar todo el tiempo sentado a mí me pone malo”.
En el skate se inició hace cinco o seis años. Aún recuerda cuando compró uno de sus primeros patinetes. “Dije: Voy a probarlo. Y la dependienta: ¿Cómo? ¿Pero se va a subir usted?”. Juanjo se parte de risa, como si aún viera su cara de asombro. A Fortunato le llegó a reprender un hombre por la calle por correr con su edad. “Pesaría unos 110 kilos y estaba sentado. Me dijo: ¿No se da cuenta de que lo que hace es malísimo? Le contesté: Lo que está haciendo usted es peor”.
Convencido de que el truco está en “comer poco y cenar menos”, Juanjo sostiene que la posguerra curte. “Comíamos cosas indescriptibles, como pan negro y boniatos. Eso te hace más fuerte”, asegura. A poco más y Fortunato, que solo bebe vino cuando consigue un buen triunfo el Athletic, se va sin revelar su fórmula secreta: agua, tres higos, medio plátano, medio limón y azúcar. Con eso elabora la poción que porta en una botella. No estará patentada, pero recarga las pilas y de qué manera. Ninguno piensa en la retirada. “¿Tú cuándo lo vas a dejar?”, pregunta Juanjo. “Cuando Dios quiera”, responde Fortunato. “Yo, cuando haga plum, hago plum”, replica él y suelta una carcajada.