Enrique Cabezas y la también activista Yomaira Mendoza acudieron recientemente al Parlamento de Navarra para ser altavoz, testigos y declarantes de la pesadilla que viven las comunidades de agricultores indígenas de Colombia.
Los abandonos forzados son una práctica común para generar riqueza para “unos pocos y algunas multinacionales que se adueñan de las tierras”, afirma el activista, a la vez que asegura que “es un complot entre militares, para militares, políticos y empresas para hacerse más ricos. Hay paramilitares al servicio de las grandes empresas que son los dueños de nuestra propiedad”. Enrique habla sin tapujos, sin nada que perder, quizás porque una persona que ha sufrido siete intentos de homicidio no tiene tiempo para los eufemismos. “La última vez, yo estaba durmiendo, justamente ese día el escolta del Estado no se pudo quedar a pasar la noche conmigo. Tiraron la puerta y yo huí al monte por la puerta de atrás”, señala. En el año 2014, 49 líderes protegidos por el Estado fueron asesinados. Personas cuya condena y sentencia fue reclamar sus tierras.
Detrás de los cientos de discursos políticos, no menos denuncias del campesinado y las miles de balas disparadas por los militares, se esconde el dinero. El interés económico es el engranaje que pone en marcha toda la maquinaria, los hilos que mueven las marionetas de esta historia. Los abundantes yacimientos de materias como el coltán -también conocido como el mineral de la muerte- oro o platino y, especialmente, la palma aceitera, usada para la fabricación de biocombustible, son los desencadenantes del conflicto, y por tanto, de los desplazamientos.
coches o personas “Una de las brutalidades más grandes que he visto es que un político o una multinacional desplace a los agricultores que producen comida para meter a una empresa que produzca comida para los carros, biocombustibles”, declara Enrique. Dar de comer a coches en lugar de a las personas, un argumento que el activista tacha de “ilógico”.
“Ilógico” es un término que a lo largo de la charla pierde fuerza hasta acabar pareciendo demasiado benevolente.
“Nosotros fuimos desplazados en el 97. Yo huí a Medellín, donde viví 5 años. En 2002 mi familia decidió volver a nuestra comunidad, pero al llegar mi hermano fue torturado en mi presencia y asesinado”, inicia su exposición Yomaira Mendoza con la mirada perdida y el gesto imperturbable. A continuación añade: “Nos dijeron que nos daban horas para que nos fuéramos y volvimos a Medellín. En el 2005 regresamos a la finca Curvaradó y en 2007 un empresario mandó asesinar a mi marido”. Yomaira volvió a huir para salvar su vida con la maleta cargada de miedo y la sombra de las amenazas acechándole. Terminó en Bogotá, buscando refugio entre los 7 millones de personas que abarrotan las calles de la capital. Sin embargo, nada cambió. “Recibí decenas de amenazas de muerte y unos hombres armados vinieron a la puerta de mi casa para matarme”. Despojada de sus seres queridos y alejada de su tierra la única salida para activistas como Yomaira es seguir luchando por dar voz al campesinado indígena reprimido. Sin embargo muchos se empeñan en acallar esa voz según relata Enrique. “La cosa está muy complicada, el 6 de febrero fue la última amenaza contra los hijos de Yomaira, a los que les mandaron un ramo de flores y los huesos de una cabeza por Skype, preguntando por nosotros, para arreglar cuentas con nosotros”.
la barbarie “En 1997, cuando huimos, aviones bombardearon a los campesinos y destrozaban personas con motosierras”, asegura Enrique obligándonos a imaginar un escenario tan brutal que resulta difícil de creer. Entre 2006 y 2014 cesaron las masacres colectivas en aras de asesinatos más selectivos hacia líderes y activistas que reclamaban sus tierras. Fruto de esta presión y de la sangre de miles campesinos, el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos aprobó la Ley 1448 de 2011, conocida como la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, donde el Ejecutivo reconoce el derecho de las víctimas a recuperar sus pertenencias. Sin embargo, la normativa no ha conseguido saltar del papel a la sociedad. “La ley sobre el papel está muy bien porque pone que se entrega la tierra a los campesinos, pero no hay recursos para obligar al empresario a que salga, no hay una orden de condena hacia ese empresario, no hay realidad”, concluye Enrique.
Desde Amnistía Internacional, uno de los grupos que organizaron el evento, señalan que: “En el primer mundo vivimos totalmente ajenos porque cada uno tenemos nuestra vida, las organizaciones intentamos ser como un altavoz, hacemos trabajo de concienciación, damos voz a esta gente”.
Todavía queda mucho trabajo por hacer, mucha tierra que recuperar, y por primera vez, y justo al final, Enrique muestra su lado más humano: “Tengo miedo, pero tengo más rabia que miedo”.