LA decisión política del PSOE de plantar cara a la juez que instruye el caso de los ERE ha devuelto al primer plano el debate sobre los constantes ataques que recibe la Justicia. Para los socialistas, la imputación de la exministra de Fomento por parte de la juez instructora del caso, Mercedes Alaya, tiene una clara intención política: perjudicarles. Para el PSOE, el auto carece de base legal y le resulta curioso que coincida con el proceso de renovación iniciado en las filas andaluzas. Y van más allá; ponen la mano en el fuego por los 20 altos cargos o ex altos cargos de la Junta de Andalucía imputados.

La investigación cuestiona el procedimiento administrativo que puso en marcha el Gobierno andaluz para dar hasta 721 millones de euros en ayudas sin apenas controles durante una década. Ahora la juez pone la lupa sobre la gestión política del caso. Sobre las personas que en la ejecución de sus respectivas competencias permitieron durante diez años el uso indebido de las ayudas a empresas en crisis. El número dos del PSOE en Andalucía, Mario Jiménez, hablaba hace unos días de la existencia de una causa general contra su formación. Curiosamente, la misma reacción que tiene el PP para atacar la instrucción judicial en el caso Bárcenas. Los populares basan su estrategia en vender la idea de que las actividades privadas del extesorero y su trabajo como contable del partido no guardan relación. De hecho, cuando hace quince días entraba en prisión, se limitaban a respetar las decisiones judiciales. Ahora bien, llámese PSOE o PP, la cuestión ya no es tanto si respetan sino si colaboran.

Y es ahí donde, a tenor de lo conocido en las últimas horas, algunos dirigentes del PP deberán acudir ante el juez Pablo Ruz y confirmar o desmentir si durante al menos los últimos 20 años su partido ha estado financiándose de forma ilegal, recibiendo donaciones en metálico de empresarios, que a su vez obtenían contratos de administraciones gobernadas por su formación. Si parte de ese dinero entregado se destinaba a pagar en negro el sobrecoste de las campañas electorales para eludir la fiscalización del Tribunal de Cuentas o si se quedaba en la caja fuerte de Génova para pagar sobresueldos en el partido.

Ya nadie se puede tapar la nariz y decir que huele mal. Hay que dar un paso al frente. Desgraciadamente, no es el primer caso ni será el último en la historia más reciente de España. Hemos asistido perplejos a declaraciones como las del exbanquero Miguel Blesa, encarcelado por la existencia de indicios delictivos en la compra de City Bank of Florida y que tras salir de prisión pedía un juez imparcial. Vivimos en 2012 la expulsión de la carrera judicial de Garzón. En palabras del Tribunal Supremo, el juez que destapó el caso Gürtel y que sacó de la política a decenas de dirigentes del PP por colaborar con el saqueo de fondos públicos, era arbitrario y totalitario. Atrás queda también la actitud de la Casa Real calificando de "martirio" para su imagen el caso Nóos.

Algo falla cuando no hay proceso judicial con políticos de por medio que no se politice. Algo no va bien cuando el ciudadano asiste a dimes y diretes protagonizados por quienes un día piden respeto a las decisiones judiciales y más tarde lanzan fuego desde sus bocas contra quienes instruyen los procesos. Algo falla cuando la inquietud por la corrupción (la que se juzga) supera el 44% frente al 31,6% de su récord en 1995. Este paisaje desolador tiene visos de prolongarse algún tiempo si persiste la combinación de los efectos de la crisis y los sobresaltos diarios que obliguen a dirigentes de partidos e instituciones a ir más a los juzgados que a sus despachos. Por eso, será bueno recordar que cuando no se deja actuar a la Justicia, también se ataca a uno de los pilares de esa democracia de la que tantos hablan.