A Rafael Ricardi lo detuvieron un día y le tacharon trece años de su vida en el calendario. Los que durmió en una celda por una violación que no cometió. De vuelta a su cama, cinco años después los fantasmas aún le persiguen. "Todas las noches salto. Estoy durmiendo y, pum, pego un respingo. Lo veo todo y parece que estoy en la cárcel todavía. Me despierto con ese temor". Para tratar de vencerlo recibe tratamiento psicológico. "Es mucho tiempo el que me he tirado ahí y, claro, eso en la mente se queda. Para toda la vida. Ojalá se quitara".

A un millar de kilómetros de distancia, desde la casa que se compró en El Puerto de Santa María con la indemnización que recibió, Rafael accede a rememorar su "pesadilla", pero de soslayo. No quiere ahondar en la herida. Y menos ahora, que empieza a cicatrizar. "Yo sabía que yo no había sido y que estaba pasando una cosa injusta. Entonces, si había Dios, algún día tendría que salir la verdad. Nunca perdí la esperanza". Lo que si perdió este gaditano, al convertirse en preso, fue el valor de su palabra. "Allí todo el mundo dice que es inocente". La diferencia es que él no mentía.

En prisión los violadores están en el punto de mira. Rafael debió sufrir un auténtico calvario. "Estos delitos son muy castigados allí. Había que estar con siete ojos. Yo tengo hijas y también haría lo mismo. Es normal", dice comprensivo. Y eso que le llegaron a agredir. "Pero no quisiera entrar en detalles", cierra, aún dolorido, la puerta.

Durante los trece años que duró su cautiverio, su familia nunca dudó de su inocencia. "Siempre han estado ahí, pero como me llevaban de un sitio para otro no podían visitarme". Los que no tenían tan claro que Rafael estaba libre de culpa eran algunos vecinos. "Pensaban que yo lo había hecho, pero luego, una vez que salí, me han pedido perdón: Yo creía que...". Por la calle ya nadie le mira con recelo. "Al revés. Todo el mundo está muy bien conmigo: ¿Qué pasa? ¿Qué tal estás?".

Ahora que trata de pasar página en el almanaque, Rafael echa de menos otra disculpa. "Todavía no me ha pedido perdón ni la víctima. Ya me da igual, pero creo que esa habría sido su obligación", comenta sin rencor. No en vano le identificó erróneamente como su agresor. "Es una víctima igual que yo y no quiero que lo lleve en su conciencia, pero me gustaría que me escribiera una carta o que me pidiera perdón a través de los medios y se acabó". Con el juez que dictó sentencia sin que hubiera pruebas concluyentes no se muestra tan benevolente. "Ese es el primero que ha sido culpable. No había ni pruebas ni nada y me condenó. El ADN no me correspondía. Me lo atribuyó solo porque la víctima decía que era yo".

"Cuando salí, me quedé inmóvil" Del día que pisó la calle, tras localizar la Policía al verdadero culpable, guarda un buen recuerdo. "No me lo creía. Cuando salí y vi la claridad de la calle, no dije nada. Me quedé inmóvil. No sabía para dónde tirar. Para mí fue una experiencia muy bonita". A las puertas de la cárcel salmantina de Topas sintió la libertad. Esa que le arrebataron injustamente. Encajar en su entorno le costó un poco más. "Los primeros meses estuve solo. No quería estar con nadie porque no estaba acostumbrado. Ahora ya sí estamos todos en familia".

Cuando a Rafael lo metieron preso sus hijos pequeños apenas tenían cinco y ocho años. La mayor, diecisiete. El tiempo, por más que pase lento entre barrotes, corre que se las pela al otro lado del muro. "Cuando salí una hija estaba casada, la otra, con novio, y el niño ya tenía dieciocho años". Esa es la espina que llevará clavada de por vida. "Lo que más me duele es no haber visto a mis hijos crecer".

Por más que quisiera recuperar los años perdidos, Rafael no está para muchos trotes. Está incapacitado para trabajar, tratando de hacer borrón y cuenta nueva. Pero no es fácil volver a tu vida trece años después. "Yo ahora mismo vivo día a día, poquito a poco, adaptándome a lo de antes, pero vamos, que eso se queda para toda la vida. Eso nunca se olvida", subraya.

Por su angustiosa estancia en prisión ha recibido más de un millón de euros, la indemnización más alta concedida en el Estado a una persona inocente condenada por un error judicial. "Es la más grande, sí, pero por mucho dinero que te den, eso no está pagado con nada. Esos trece años no los recupero, ni recupero ver a mis hijos crecer".

Errores de identificación Errores judiciales o policiales, falsos testimonios de testigos o víctimas, fallos en los procesos de identificación... Por cualquiera de estos motivos puede acabar condenado un inocente. De hecho, el propio Rafael Ricardi fue señalado por la víctima debido a una deficiencia visual que padece y que le confiere cierto parecido con el verdadero agresor. "No es sencillo identificar sin género de dudas a quien cometió un delito en determinadas circunstancias en que se sufrió: mala iluminación, situación de estrés, escaso tiempo de duración? Por otro lado, existen rasgos de fisonomía que hacen que distintas personas se parezcan mucho, amén de las grandes dificultades de identificar a personas con determinados rasgos físicos pertenecientes a distintas etnias, por ejemplo, a personas de origen asiático o africano", explica Julián Ríos, abogado y profesor de Derecho Penal en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid.

Según datos de la ONG norteamericana Innocence Project, más del 80% de las condenas a inocentes se debe a un error en la identificación del acusado. Previa a la rueda de reconocimiento, se le enseñan a la víctima o al testigo retratos de sospechosos. Un proceso que a veces puede dar lugar a equívocos. "En muchas ocasiones les muestran series de fotos que van de seis a, incluso, una sola, o de personas sin semejanzas físicas. A partir de ese reconocimiento, se compone la rueda, en la que el testigo identifica a alguien sin que quede claro si reconoce al presunto autor de los hechos o a la persona que vio fotografiada días o incluso momentos antes y que pudo ser o no la responsable del delito. Un reconocimiento erróneo en comisaría se suele mantener en las diligencias judiciales y, posteriormente, ratificarse en el juicio", asegura este letrado.

Además de los falsos testimonios, que "obviamente existen y dan lugar a la condena de inocentes", Julián Ríos añade, como otra de las causas, la labor de los abogados y fiscales. "Las posibilidades de que haya una condena a un inocente en un acusado que tenga medios económicos para pagarse un abogado que se preocupe por el tema son mínimas. Ahora bien, si el abogado no se preocupa mucho, por los motivos que sean, las posibilidades aumentan", reconoce. A los fiscales que mantienen sus acusaciones "aun cuando es patente la inocencia o las dudas sobre la misma" les exigiría "la misma diligencia para pedir condenas que para pedir absoluciones". Un equilibrio que lamentablemente, dice, no existe. "Menos mal que son muchas las sentencias que acaban absolviendo a pesar de las acusaciones públicas".

Averiguar quién miente A falta de pruebas concluyentes, se supone que debe prevalecer la inocencia del acusado. Pero cuando se trata de la palabra de uno contra la de otro a veces no es fácil dirimir. "Hay que tener en cuenta las dificultades prácticas en el enjuiciamiento de algunos delitos en los que hay un único testigo: la víctima. Pensemos en los delitos de robo con intimidación o contra la libertad sexual. En principio suele haber dos versiones diferentes. El juez tiene que decidir, con arreglo a la lógica y la experiencia, qué testimonio es el más creíble valorando las posibles contradicciones, la forma de declarar, la versión más razonable...", explica este abogado. La tarea es "muy compleja" y, en ocasiones, de forma excepcional, dice este letrado, "se equivocan, absolviendo a quien es culpable o condenando a quien es inocente. La primera posibilidad es más frecuente que la segunda. Lo que ocurre es que la condena de un inocente tiene unas repercusiones muchísimo más graves".