UnO de los mandamientos de la propaganda nazi, promovida efusivamente por Joseph Goebbels, su ministro, durante el Tercer Reich, uno de los capítulos más horribles y nauseabundos de la historia, decía a modo de mantra: Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Varias décadas después ese concepto propagandístico que los expertos definen como marketing social, no ha perdido pedigrí ni efectividad, tampoco sumado matices. No al menos para Estados Unidos, que diez años atrás, durante el mandato de George W. Bush, patrocinó la invasión de Irak apoyado y jaleado por una realidad inventada, impulsada por una mentira sin parangón: la posesión por parte del régimen de Sadam Husein, caudillo de Irak, de armas de destrucción masiva, una idea que el régimen iraquí abandonó durante la primera guerra del golfo, a comienzos de los noventa. Aquella guerra entre la coalición aliada e Irak, después de que Sadam Husein invadiera Kuwait en sus ansías expansionistas hacia el oro negro, principal actor de aquella contienda y la que le siguió el rebufó años después, dejó el país árabe como un solar. Ahora sobresalen escombros.
Sucedía que situar el petróleo como aliciente y principal argumento no validaba un relato bélico de esa magnitud. Demasiado burdo incluso para Estados Unidos, que continuó con su falacia, una coctelera en la que se mezclaban las armas de destrucción masiva, una invocación al combate al eje del mal y al terrorismo tras el 11-S así como la refundación de Irak como una democracia ejemplar. La puesta en escena de la Casa Blanca y su maquinaría propagandística adquirió semejante vuelo que el 'honorable' Colin Powell se presentó en febrero de 2003 en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas con un tubito repleto, supuestamente, de ántrax, aunque se trataba de simple sal simulando el mortífero veneno, para reforzar la teoría que justificaba una intervención en suelo iraquí por su presunto potencial para la producción a gran escala de armas de destrucción masiva. A esa hipótesis, que años después se demostró absolutamente falsa, se sumaron con enorme entusiasmo Gran Bretaña y España, principales promotores de la ocupación de Irak junto a Estados Unidos, anfitrión de la guerra. Born to kill.
Cuatro días antes de apretar el gatillo de la ocupación, Tony Blair, primer ministro británico, y José María Aznar, presidente español, se abrazaron felizmente, sonrientes, a George W. Bush en la cumbre de las Azores, celebrada el 16 de marzo de 2003. La imagen, teñida por el barniz del imperialismo, representaba algo así como la Santísima Trinidad de la guerra y anunciaba una invasión inminente que buscaba el petróleo iraquí y la eliminación de Sadam Husein, su principal escollo, convertido para entonces en una pieza molesta para el damero de la geopolítica norteamericana. Antes, en los ochenta, Sadam era un tipo interesante para las barras y estrellas a pesar de que no dejaba de ser el mismo sátrapa despiadado que había padecido su pueblo durante décadas, el dictador que purgó a la población dependiendo del origen de las etnias. A pesar de su sangriento currículo era un fiel aliado estadounidense al que no se le censuraba porque combatía a Irán, enemigo íntimo de Estados Unidos desde que se produjo la revolución de los ayatolás. Sadam mantuvo ese rango hasta que quiso más petróleo.
'Libertad iraquí' La invasión occidental, que abrió fuego el 20 de abril de 2003 con los primeros bombardeos sobre Bagdad, una ciudad horneada bajo el lanzallamas norteamericano, se camufló con el manido y desgastado concepto de la libertad, muy del gusto de los países invasores. Fiel a su imaginario colectivo, a su grandilocuencia, Estados Unidos bautizó a la puesta en marcha de su demoledora maquinaria bélica, que lo barrió todo sin ninguna distinción, como Operación Libertad Iraquí. La campaña bélica, que se estiró durante más de ocho años hasta que las últimas tropas del contingente estadounidense abandonaron el país con Barack Obama instalado en el poder, no hizo prisioneros.
El leviatán de la guerra, provisto de bombas, misiles, proyectiles, balas y la metralla dejó un saldo de más de 100.000 víctimas mortales entre los iraquíes, aunque otras estimaciones multiplican el número de fallecidos, la mayoría de ellos civiles. Estados Unidos, cabeza visible de la ocupación, contabilizó un total 4.474 bajas entre sus tropas además de 32.000 heridos de entre los más de 170.000 efectivos que se desplegaron en Irak durante las diferentes fases de la guerra, que se proyectó en el estratego del Pentágono para un puñado de meses y se prolongó durante varios años, en los que la muerte y la destrucción siempre estuvieron presente. Las explosiones y los episodios violentos aún perduran en un país devastado de punta a punta, donde la violencia no da tregua una década después.
Captura de Sadam Husein La operación militar, coronada con la declaración de "misión cumplida" por parte de George W. Bush el 1 de mayo de 2003, como fecha final de los combates, una vez la coalición tomó Bagdad el 9 de abril y una vez derrocado el régimen, resultó un brindis al sol del desierto. El descorche de la violencia se reprodujo tras la captura en diciembre de 2004 de Sadam Husein, que se escondía en Trikit, su localidad natal. La caída del régimen y el encarcelamiento de su caudillo y su posterior ejecución en la horca el 30 de diciembre de 2006 por una matanza de chiíes en 1982, no lograron mitigar los enfrentamientos. El país, un avispero, se convirtió más ingobernable que nunca a pesar del numeroso despliegue militar de la coalición. La insurgencia iraquí se hizo más fuerte y la violencia contra las fuerzas de la alianza aumentó.
Junto a esos encarnizados enfrentamientos, asomaron las cruentas disputas entre los diversos grupos étnicos que se postulaban para establecerse en la carrera por el poder en Irak en la era pos Sadam Husein, una vez que Paul Bremer, el administrador de Estados Unidos en Irak, traspasara la soberanía al Gobierno iraquí provisional en junio de 2004. Aquel maridaje tan artificial dio como resultado un escenario menospreciado en la hoja de ruta de los generales, que nunca intuyeron una guerra asimétrica con la insurgencia iraquí, la guerra civil entre suníes y chiíes y las operaciones de Al-Qaeda, que atentó cuanto pudo en Irak desde su establecimiento en la primavera de 2004. Esa realidad, áspera y hostil, en nada se asemejaba al escenario que dibujaron los estrategas de la coalición tras la rápida toma de la capital. La sangrienta batalla de Faluya entre los soldados de la coalición y la insurgencia, ilustraba el polvorín iraquí. En Irak, un país repleto de aristas, abierto en canal, mandaba el caos. En la prisión de Abu Ghraib, donde se apilaban los presos iraquíes, gobernaba la vergüenza de la tortura. Las imágenes de las torturas y los abusos de los soldados norteamericanos a los reos iraquíes, de los que se burlaban después de un sistemático maltrato, sobrecogieron a la opinión pública, cada vez más contestataria respecto a una guerra que la mayoría consideró injusta. Las manifestaciones de repulsa fueron muy numerosas en muchos países.
Elecciones La celebración, el 30 de enero de 2005, de las primeras elecciones tras la caída de Sadam Husein en las que participó el 60% (sobre todo kurdos y chiíes) de la población iraquí con derecho a voto y que supuso el acceso al poder de la Alianza Iraquí Unida de Nuri al Maliki, no logró atemperar el clima bélico que se respiraba en el país, sumido en el desconcierto. El nuevo gobierno se vio severamente limitado en su capacidad de acción por la ausencia en el mismo de importantes líderes chiíes. Tampoco ayudó su falta de control sobre las actividades de las tropas extranjeras ni los ataques de la resistencia iraquí, que no reconocía la soberanía del nuevo ejecutivo y continuaba con su campaña por conquistar cada palmo de terreno.
Empantanado cualquier avance significativo que resolviera el puzzle de Irak, en Estados Unidos, la guerra, que duraba demasiado, se observaba cada vez con mayor recelo a medida que el ejército norteamericano acumulaba muertos en su contador, sobre todo entre 2006 y 2007 cuando estalló una guerra confesional entre chiíes y suníes. El recuerdo de Vietnam, el de las banderas envolviendo ataúdes de regreso a a casa, acudió irremediablemente a la memoria de los ciudadanos norteamericanos, que comenzaron a mostrar su desánimo y su desacuerdo por el alto coste en vidas que estaba suponiendo el despliegue militar en Irak, una tormenta de plomo.
el año más sangriento 2007 fue el año más violento y sangriento de toda la ocupación. Durante esos doce meses murieron un total de 904 militares estadounidenses y más de 6.000 resultaron heridos en medio de la guerra civil en la que estaba inmerso el país. Las bajas iraquíes fueron muy superiores y alcanzaron los 1.800 miembros de las fuerzas de seguridad, aunque fueron los civiles, una vez más, los más perjudicados por el colmillo de la sinrazón de la guerra. Se estima que 17.000 civiles perecieron en ese cruce de combates, en ese magma donde iraquíes peleaban entre sí y a la vez contra las fuerzas de ocupación en un carrusel del horror. Ante esa tesitura, George W. Bush se dirigió al congreso para solicitar más dinero y tropas con la intención de reforzar la campaña y detener la sangría de sus tropas. El presidente estadounidense anunció el envío de un contingente de 21.500 soldados para combatir y restablecer el orden y el frágil equilibrio en el que se sostiene Irak. Para entonces Tony Blair fue retirando las tropas británicas del bastión de Basora, que entregó a las fuerzas de seguridad iraquíes. Su predecesor en el número 10 Downing Street, Gordon Brown, dio un último empujón a sus soldados y los sacó de la zona de conflicto en 2008.
El latido de la violencia fue perdiendo eco en Irak a partir de 2009 motivado por una mejoría en la seguridad del país, toda vez que el ejército iraquí tuvo más presencia sobre el terreno, por el desgaste de la propia insurgencia y por la capitulación del mandato de George W. Bush, icono absoluto de la ocupación. Barack Obama, el nuevo presidente de Estados Unidos, estableció entre sus prioridades el abandono de Irak de forma gradual. El último contingente norteamericano dejó la guerra en el retrovisor el 18 de diciembre de 2011. Entonces Obama, a modo de cierre de la cruenta y sangrienta invasión, dijo: "Irak está mejor que con Sadam Husein". Una década después de la invasión capitaneada por George W. Bush y aplaudida por Blair y Aznar, esa aseveración es difícil de sostener. Diez años después, Irak es un país en ruinas que trata de sobrevivir tras la muerte y la infamia.
l Sadam, a la horca.
Después de ser capturado en Trikit, su localidad natal, y juzgado por crímenes contra la humanidad, un tribunal iraquí condenó a muerte al dictador, que fue ejecutado el 30 de diciembre de 2006.
l Combates a sangre y fuego.
Si bien la ofensiva inicial de la coalición resultó un paseo militar, después Irak se convirtió en un avispero imposible de gobernar. La resistencia de la insurgencia fue muy alta y los combates, feroces.
l Retirada definitiva.
Barack Obama echó el telón a la guerra y sacó a las tropas de Estados Unidos del terreno el 18 de diciembre de 2011. La guerra de Irak ha sido criticada con fuerza por el pueblo americano.