de niños jugábamos a sellarnos los labios y mantenernos mudos durante todo el tiempo que fuéramos capaces... Que no solía ir más allá de un par de minutos. Era plantear el juego y que a todos, incluidos los tímidos que no hablaban casi nunca, nos entraran unas irreprimibles ganas de romper aquel silencio que se nos hacía eterno por la falta de costumbre. Auguro un éxito similar al pacto de discreción que ha pedido Íñigo Urkullu dos veces en la última semana, según sus propias palabras, como "mejor ayuda para lograr la paz". Soy el primero que, aún percibiendo la sombra de una calculadora, veo encomiable la propuesta y, si fuera el caso, trataría de mantener a distancia el caliz monotemático, así tuviera que escribir columnas o montar tertulias sobre papiroflexia o macramé. Pero me temo que no vamos a tener la oportunidad de ponernos a prueba.

No. Podemos quitarnos cualquier vicio, menos el de largar, generalmente por boca de ganso, sobre nuestro viejo, doloroso y -¡ay!- familiar conflicto. Suena terrible, porque estamos hablando de asesinatos, de amenazas, de torturas, de arbitrariedades, de injusticias... Ocurre que, una vez convertidas en rutina por la fuerza de los años que llevamos desayunando, comiendo y cenando con ellas, resultan inverosímilmente manejables porque conocemos de memoria cada una de sus aristas. Dominamos al dedillo todos los protocolos que hay que seguir tras un atentado, una ilegalización, un comunicado o una denuncia de malos tratos. Da lo mismo a qué lado de la línea estemos: siempre hay un repertorio del que echar mano, a favor, en contra o entrambasaguas.

Sé que no pinto un panorama muy halagüeño, pero es el que me ha tocado documentar en años de trasiego con la actualidad. En las no pocas veces que he dejado sobre una mesa de charla -sobre todo, con políticos- esos otros asuntos que, cuando nos ponemos estupendos, decimos que son "los que le interesan a la gente", he visto cómo languidecían y se agotaban en un par de turnos de palabra plagados de generalidades. Al final, había que tomar el atajo más próximo para volver al cómodo lugar común de las declaraciones y contradeclaraciones en espiral. Ahí siempre hay algo que decir.

Mientras no perdamos el miedo a movernos en terrenos no trillados, el silencio pactado que propone Íñigo Urkullu no será una opción asumible. Hasta entonces, si es que ese día llega, seguiremos abrazados al mullido fetiche de los tópicos manidos sobre nuestro viejo, doloroso y -¡ay!- familiar conflicto.