Marino Amadoz Abaurrea era hermano de mi padre y tenía 20 años cuando murió en la batalla del monte Bizkargi el día once de mayo de 1937. Estaba en un lugar no elegido del frente de guerra. No era voluntario, ni soldado de reemplazo, como tampoco era requeté, ni falangista. De eso podemos estar seguros. Nunca hubiera podido defender ni ensalzar a los que unos meses antes, el 18 de agosto, habían asesinado a su padre y a su hermano Vicente. Era uno más de los nuestros y nunca fue de los otros, ni no la va a ser jamás.

Ruiseñores

Tuvo que huir de su casa, al igual que otros dos hermanos porque las amenazas no dejaban lugar a dudas. Si se quedaba, su vida corría un serio peligro. Era un tiempo en que los desafectos al régimen fascista recién instaurado solo tenían dos salidas si querían seguir vivos: al fuerte o al frente.

El día que murió Marino los chicos de la familia y el tío Esteban, que era hermano de mi abuelo y sordo de nacimiento, estaban trabajando en una viña bastante alejada del pueblo. Allí estaba también mi padre que contaba entonces catorce noviembres. En mi familia paterna siempre existió una percepción especial con un mundo extrasensorial de fenómenos misteriosos que no está quizás destinado a ser comprendido por el común de los mortales. No creo que sea un privilegio, pero tampoco podemos escapar a su herencia.

El día 11 de mayo de 1937 el tío Esteban clavó su azada en la tierra de repente y dijo que ese día ya no trabajaba más. “Marino está muerto” les dijo a todos por gestos seguros. Él tenía su movimiento de manos para identificar a cada uno de sus familiares. Mi padre era el sobrino del pelo rizado y yo era el hijo mayor del sobrino que tenía el pelo rizado. Nadie de los presentes entendió por qué expresaba aquello tan convencido. Y hasta llegaron a pensar que se le había ido la cabeza. Siguieron en la faena sin darle mayor importancia a lo que consideraron una ocurrencia sin pies ni cabeza. Pero el tío, que con tanta vehemencia había defendido su particular certeza, tenía razón. Algunas horas más tarde llegó un vecino del pueblo montado a caballo. “Venid todos”, les dijo, “ha muerto vuestro hermano Marino”.

La crueldad de los sublevados fascistas no respetó, a vivos ni a muertos. Un día después de enterrar a Marino Amadoz, el 13 de mayo, el llamado Fondo de Responsabilidades Políticas de la Audiencia de Pamplona abrió expediente a mi abuelo Miguel Amadoz. Dijeron, después de asesinarlo, que había sido detenido, puesto en libertad más tarde y que estaba desaparecido. Atendiendo a las autoridades militares pretendían incautar todos los bienes de la familia para dejarla sin techo y sin medios de vida, en la indigencia más absoluta. Bonita manera de homenajear a Marino, de quien dice Esteban Ezkurra, jefe de Requetés, en una declaración incluida en el propio expediente, que ha muerto por Dios, la Patria y el Rey. Tuvieron incluso la enorme desvergüenza de publicar el día 10 de septiembre de 1937 una esquela en la que se afirma que Marino Amadoz es un requeté que ha muerto por Dios y por España. Las contradicciones de los represores resultaban tan evidentes que llega a decir la Guardia Civil en el mismo documento que Marino había huido, temiéndose algo serio porque había sido muy extremista.

En un futuro que se le negó ciertamente, podría haber jugado como extremo, izquierdo seguramente, porque en 1936 Osasuna lo había fichado para que jugara en el equipo.

De él decía mi padre: “silbaba como los ruiseñores”.

Los enemigos del género humano aún tenían preparada una última afrenta para Marino. Secuestraron su nombre y nuestros apellidos para colocarlos en el orden alfabético correspondiente entre los que, sin consultar ni a Dios ni al diablo decidieron que eran “sus caídos” en el megalómano edificio que para gloria de los organizadores de la matanza erigieron en la cabecera del Ensanche de Iruña. Desde ahí la sola presencia del panteón nos ha insultado permanentemente durante mas de seis décadas.

Tendría yo como 20 años cuando un día mi padre me pidió que comprobara si en aquellas paredes estaba el nombre de Marino. El no quería ni pisar tal ignominioso monumento a la desfachatez humana. Pude entrar una vez y ya lo creo que sí. Allí estaba nuestro ruiseñor atrapado en el muro sin posibilidad de huida, condenado a soportar las pinturas de Stolz y los sarcófagos de los que hablaron en nombre propio para que no pudieran opinar los demás.

Igual que Marino otros muchos ruiseñores han compartido el mismo destino.

Malditos ladrones de cuerpos baleados y de nombres, pertenecientes todos ellos a personas dignas de respeto. Unos trasladados a Cuelgamuros, como los 52 de Valcaldera, desde la fosa anónima de Cadreita. Otros esculpidos en muros de la vergüenza. Una misma estrategia con un idéntico y execrable objetivo: el ninguneo de las víctimas y su utilización perversa para convertirlos en glorificación y encumbramiento de la sinrazón ostentada por Franco y Primo en Cuelgamuros y Mola y Sanjurjo en Pamplona. Trasiego y humillación. Esas son sus armas póstumas con la muerte ajena. Y sin embargo, no se han podido apropiar de nuestra memoria. Y aún nos queda la palabra.

Ojalá que pronto esos muros sean derribados para que Iruña pueda desatar sus esclavitudes con un pasado que aún nos machaca sin piedad. ¿Hay manera de resignificar piedras malditas por la impiedad de la barbarie? Nunca en el lugar donde están. Si acaso, que sirvan esas piedras desubicadas por fin, para construir escuelas u hospitales en los barrios o pueblos donde se necesitan.

No hay ya reparación para el dolor de nuestros mayores. Pero, espero todavía poder susurrar a mi padre, que espera noticias al otro lado del viento, que ya no hay trinos ahogados en el cemento aplicado a los vencidos.

¡Dejad que los ruiseñores vuelvan a cantar! Que silben en la cumbre, sin presos, del monte Ezkaba para saber que hemos recobrado la serenidad. ¡Que silben! ¡Que silben en libertad!

Udan jin baledi, kontsola nainte ni.

Txori erresiñula udan da kantari…