No falla: cada año vemos llegar la conferencia mundial sobre el cambio climático con desánimo porque sabemos que las decisiones que había que haber tomado desde la primera no se tomarán. Aún nos queda cierta esperanza de ver si de una vez conseguimos parar esta carrera suicida, pero COP a COP crece la sensación de que nos toman el pelo: la conferencia la monta un país que vive precisamente de vender combustibles fósiles y a quien importa más mantener el mercado del poder y la energía cuanto más tiempo sea posible. Y los países, empresas y lobbies les hacen el juego, entorpeciendo decisiones que necesita el acuerdo de París, con ese límite del grado y medio que ya sabemos que no se puede cumplir; que serán necesarias más restricciones y no menos, y más rápidas.

No nos queda tiempo y nos hacemos trampas al solitario, mientras la élite que cada vez gana más no considera su problema la pobreza enorme y el cataclismo que se avecina sabiéndose más seguros que el resto. Así miran con condescendencia y acusan a la ciencia de ser una Casandra pronosticando un futuro que nadie quiere oír. Porque todo está cada vez peor: leía al certero Peio Oria, detallando cómo el informe del Estado del Clima constata los peores pronósticos que muestran además una aceleración en todos esos fenómenos extremos que aún algunos siguen negando.

Lo de la COP28 empieza a ser una farsa, una especie de parque temático que además se ha llenado de un turismo de ricos con postureo ecológico, que solo con sus jets y manteniendo sus suites de superhotel a 17 grados cuando hace más de 40 en el exterior están produciendo más calentamiento global que alguno de los países pobres que intentan, en la misma reunión, conseguir no morir de hambre o comidos por el océano. Muy triste.