Aclaremos desde el principio que esto no va de fútbol. Va de la ternura que me produce escuchar a la presidenta del PP de Extremadura, María Guardiola, que se ha vestido de una supuesta dignidad democrática para dejarse querer por Vox solo si no tiene que hacerle hueco en su Gobierno. Vayamos por partes. Aplaudo a la aspirante a presidenta de la Comunidad por la claridad con la que ha dejado con los cuartos traseros al aire a su propio partido en todo lo que no es su terruño. De partida, no cabe sino adherirse a la declaración con la que pone en riesgo su elección a falta de los votos de la ultrderecha: en su gobierno, afirmó, no cabe un partido que niega la violencia machista, deshumaniza a los inmigrantes y amenaza los derechos de las personas LGTBI. Y le da a uno por venirse arriba y ponerle piso, si hace falta, para que conserve esa voluntad de no plegarse a lo que su partido se pliega en el resto de las administraciones en las que tiene opción de gobernar. Pero, a la vez que se pregunta uno qué pinta ahí Guardiola –en su partido– si eso es lo que piensa de corazón y quiere ser consecuente con el discurso, se gesta un regustillo amargo. Guardiola no duda en aceptar votos de Vox para ser presidenta; lo que no quiere es darles consejerías. Algo así como aceptar que el diablo te alquile el alma pero no que te la compre. La experiencia indica que Vox venía obteniendo del PP en la negociación de presupuestos y leyes lo que no podía obtener por los votos ciudadanos. Ese panorama habría quedado igualmente abierto. Y, en cualquier caso, el panorama que afronta Guardiola es recibir gratis la investidura de manos del mismo espectro o afrontar una repetición electoral en Extremadura en la que el voto útil del bloque de la derecha solo puede favorecerle. La pregunta es cuánto le durará la convicción y cuánto aguantarán los de Abascal. En el fondo, sus decisiones las marca el temor a ir a las urnas con la perspectiva de que el peor PSOE pueda ganar al mejor PP en la comunidad.