La culpa es toda de los alisios, que soplan cargados de humedad desde el noreste y, frenados por los montañones, desbordan por sus faldas la cascada de nubes que los palmeros tienen el privilegio de admirar uno de cada tres días del año. Puestos a repartir responsabilidades, es de ley reconocerle la suya a la barbaridad de volcanes y a lo remoto de La Palma, que obligan también a enamorarse de esta islita de verdes y negros, siempre pendiente de cuanto le trajera el mar. Por él llegaron los conquistadores que redujeron a las tribus benahoaritas, y enseguida castellanos, mallorquines y hasta flamencos cegados por la promesa de una tierra fértil, generosa en manantiales y con todo por hacer.

Como el puerto de su capital de juguete pronto se volvió muy comercial, sobre sus adoquines se levantó el primer Juzgado de Indias, a cuyas puertas desfilaron las riquezas de las colonias y, con Francis Drake a la cabeza, la crème de la crème de los piratas. También el espíritu tutelar del océano envió los trapiches de caña de las primeras fortunas. Y cuando el negocio del azúcar se fue para América y sus hacendados se olían la ruina, le sucedió el boom del vino, y a este el de la cochinilla y luego el del tabaco.

A punto una vez más de darse por perdida la bonanza, ya metidos en el XIX les volvieron a salvar las plataneras que escalonan en bancales las lomas de La Palma y todavía dan trabajo a cerca de la mitad de sus vecinos. El último maná de esta islita tan agrícola, en vez de por mar, cayó literalmente del cielo. Primero uno, después otro y así hasta casi una veintena, una batería de telescopios fue tomando posiciones por el Observatorio del Roque de los Muchachos, el mejor centro astrofísico del planeta, aseguran, junto a los de Chile y Hawái.

En las lindes del Parque Nacional de la Caldera de Taburiente, aisladas en su particular universo a 2.400 metros de altura, sus cúpulas de blanco y plata son lo más parecido en la Tierra a un asentamiento en Marte. De noche prohíben acercarse a la zona para no molestar a los científicos, a la caza de cuásares y agujeros negros, enanas marrones y cuerpos celestes cuya luz empezó a viajar hace la friolera de 14.000 millones de años y quizá algún día nos confiese los detalles de la creación del Cosmos. Así pues, una vez apagada la puesta de Sol que algunos suben aquí a contemplar, tocará marcharse por el mismo laberinto de bosques y curvas por el que se llegó. Pero de día sí permiten arrimarse a esta atalaya por encima de las nubes donde se levantan el Galileo, el Nórdico, el Liverpool o el Magic I y el II, e incluso visitar por dentro, previa reserva y con guía, las instalaciones de algún telescopio. A veces uno de los ingleses. Casi siempre, el GRANTECAN: el Gran Telescopio Canarias.

Espectáculo asegurado

Que los astrofísicos eligieran La Palma se entiende por lo limpio y estable de su atmósfera -de nuevo, sí, cosa de los alisios-, sumado a su proximidad al Ecuador, que permite atisbar el Hemisferio Norte y parte del Sur. No menos crucial, el esponjoso mar de nubes que suele gravitar bajo el Observatorio, dejando lo más alto despejado y frenando cual escudo cualquier tipo de contaminación que pudiera subir de los pueblos. Escasa, de todas formas, pues en 1988 la isla firmaba una normativa pionera gracias a la cual se limitaban desde las radiaciones electromagnéticas hasta el tráfico aéreo. De ahí que resulte raro encontrar trazas de aviones. Para un profano, sin embargo, lo más visible de aquella Ley del Cielo es el apagón nocturno para que todo el protagonismo se lo quede el firmamento.

Algunos a regañadientes, otros convencidos hasta el tuétano, los palmeros se han acostumbrado a sus noches medio en penumbra. Bajo la luz tenue y anaranjada de sus singularísimas y contadas farolas, el ambiente, tan oscuro, cobra una calidez surreal. Y no hay más que alzar la vista para comprobar el resultado. Difícil decidirse por un adjetivo que le haga justicia a los infinitos destellos que chisporrotean en las alturas, al espectáculo de la Vía Láctea estirándose sobre su senda de brillantes o la Estrella Polar, muy quieta al final del sendero de 431 años luz que, con algo de sorna, han marcado con una flecha en el mirador del Llano del Jable. Y es que, si bien la esquina menos pensada podría oficiar como un mirador astronómico, haberlos como tal haylos. De nuevo uno, otro y así hasta catorce. Cada municipio, de hecho, tiene uno de estos balcones al universo a raíz de que, hace cosa de una década, las autoridades apostaran por el astroturismo.

Reserva Starlight

Amén de otros reconocimientos, como el de Reserva de la Biosfera o los distintos grados de protección de más de un tercio de sus geografías, La Palma se convirtió en 2012 en la primera Reserva Starlight del planeta. Algo así como suplementar las condiciones para la observación que ya aporta la naturaleza ella solita con facilidades diseñadas a conciencia para pasmarse con sus cielos. Entre ellas, la mencionada red de miradores, el Centro de Visitantes o los recorridos con guías acreditados por la propia Fundación Starlight. También, desde casas rurales provistas de telescopio o algún restaurante con guiños culinarios al Cosmos hasta, para caminar, senderos astronómicos de la belleza de la ruta de la Luna Llena, entre los paisajes de lava del último tramo del GR-131, o, de atreverse con sus 35 kilómetros, la ruta de las Estrellas, que arranca en los 2.351 metros del Pico de la Cruz.

Y se hizo la luz

Aunque también haya observaciones diurnas, lo bueno de que se acabe la noche es que queda toda la isla por explorar. Cuesta concebir que cincuenta kilómetros de largo por ni siquiera treinta de ancho alcancen a dar tanto de sí. Del corazón de lava de este planeta en miniatura nace un zafarrancho de barrancos que seccionan La Palma como las porciones de una tarta y obligan continuamente a subir y bajar, y a agarrarse que vienen curvas. Los más agrestes, los del norte, más o menos a caballo entre el escondite jipioso de Buracas -con sin falta una caminata junto a sus chumberas y sus dragos- y la reliquia del Terciario del bosque de laurisilva de Los Tilos, entre cuyos helechos gigantes sería otro pecado de los graves dejar de echarse a andar.

Sobre todo, por el flanco oriental, el más húmedo con diferencia, basta ir fijándose en la flora junto a la carretera para adivinar la altitud. Como en un jardín vertical, abajo quedan cardones y tabaibas que seguro sobrevivirían en el desierto. Algo encima les van comiendo el terreno las palmeras y sabinas. Luego asoma el tapiz todavía más esponjoso del monte verde o laurisilva, cuyas hojas se ven chorrear al trasluz sin necesidad de que llueva gracias a las nieblas con que los alisios rebozan las montañas. Más arriba, las fayas y los brezos van menguando de tamaño hasta dar paso al pinar. Y no a uno cualquiera sino al del pino canario, un auténtico superviviente capaz de brotar entre la lava o rebrotar tras un incendio.