La llegada de las tres lunas nunca había sido un motivo de alegría para nadie, pero Liu Meiying debía admitir que, para ella, había resultado muy conveniente. Por mucho que insistiese en que podía esperar un poco más, a ojos de su familia los diecinueve eran una edad idónea para encontrar un buen esposo. Cada vez que pensaba en ello, casi podía escuchar la voz de su padre: «Es tu deber como hija, Meiying».
Había sido la solemnidad con la que pronunciaban su nombre completo, sumado al hecho de que acostumbraban a usarlo para darle lecciones o reprenderla, lo que le había llevado a elegir «Mei» como diminutivo a los doce años. Ellos, por supuesto, hacían oídos sordos cada vez que les pedía que la llamasen así, y su abuela prefería los apodos cariñosos, aunque eso no le disgustaba en absoluto.
Con una habilidad pasmosa, había conseguido librarse de los planes que tenían para ella hasta que había comenzado el nuevo año y el tiempo para pensar en bodas había expirado. Primero había sido aquel brote de urticaria, provocado por un roce con ortigas que nunca llegó a confesar. Después, un severo resfriado, consecuencia de haber paseado bajo la lluvia durante horas. Y, finalmente, cuando vio a sus padres más ansiosos, un dedo del pie roto que la había obligado a andar con bastón durante un par de meses. No se sentía orgullosa de haber tenido que recurrir a esto último, pero las circunstancias lo habían requerido.
Ficha
- Título: La balada de las tres lunas
- Autor: Marta Morillo
- Género: Novela
- Editorial: Young Kiwi
- Páginas: 576
No sin resignación, sus padres habían asumido que tendrían que acatar la voluntad de las lunas y esperar. La ira de la diosa era implacable y, con la inminente llegada de la milésima Tríada Plena, la preocupación había comenzado a cernirse sobre ellos. El padre de Mei, descendiente de un largo linaje de portadores del poder de la luna, sería llamado para desterrar a la diosa y esa responsabilidad siempre entrañaba riesgos.
Algunas tardes, cuando Mei acababa sus tareas en la granja familiar, se acercaba a la pequeña escuela que había en la aldea; la misma a la que había acudido de niña junto a Lian, su vecina y amiga. Lian era maestra allí y, en ocasiones, le permitía dirigir a ella la clase, consciente de que le encantaba poder transmitir su escaso conocimiento. Entre sus paredes, conseguía dejar de pensar en las tres lunas, como llamaban a las tres venganzas de la diosa. Sin embargo, tras cruzar el jardín y la puerta de su pequeña y modesta casa, el tema de conversación volvía a ser el mismo.
En los últimos meses, parecía haberse convertido en un miembro más de su familia.
—Soy el último varón vivo —rezongaba su padre mientras su madre ponía la mesa. Fue ella quien le respondió con paciencia:
—Sabes que la magia de la luna a veces se salta alguna generación.
Siempre que hablaban sobre aquello, Mei intentaba no estar presente. En varias ocasiones, su abuela paterna la había regañado por ser tan cristalina como el agua de un río y sabía que eso la delataría tarde o temprano. No podía compartir su inquietud ante la ausencia de poder en su padre. Ella sentía culpabilidad.
Durante la cena, permaneció con la cabeza gacha mientras su padre, como era de esperar, se negaba a creer que no fuese a participar en las tres lunas.
—Aún estás a tiempo para desarrollarlo, tranquilo.
A pesar de sus constantes esfuerzos por consolarle, sabía que su madre se alegraba. Para ella, que pudiera permanecer sano y salvo a su lado era primordial. No podía tacharla de egoísta. Habría opinado exactamente lo mismo de no haber sido porque conocía el motivo por el que su padre seguía sin presentar indicios de poder.
Después de recoger, se dirigió hacia su cuarto, pero se detuvo ante el tapiz que presidía el pasillo. Nunca se había sentido cómoda, observándolo con detenimiento, aunque en las últimas semanas se paraba frente a él a menudo, buscando en sus colores las fuerzas necesarias para sincerarse con su familia. En la tela, tres lunas decoraban el firmamento y brillaban con la misma intensidad que la figura femenina posada en el suelo bajo ellas. Varios hombres la encaraban, si bien uno destacaba del resto. Unos hilos de diferentes colores se entremezclaban en su silueta. Era Pantú, el traidor. De las manos de los demás invocadores salían rayos blancos que impactaban contra el cuerpo de la diosa.
—Ojalá lo hubiéramos encargado cuando mi esposo aún estaba vivo. —Su abuela suspiró con tristeza a su espalda—. Le habría encantado.
—Lo que muestra es irreal. —Mei siguió observando la escena con el rostro serio—. Hace que la tercera luna parezca incluso hermosa.
—Siempre hay algo de belleza en una hazaña así. —Se colocó junto a ella y alargó el brazo para agarrarle la mano—. Si temes por tu padre…
—No es eso.
Sabía cuánto admiraba su abuela aquel tapiz. No se veía capaz de decirle cómo odiaba que se romantizara algo tan espeluznante como enfrentarse a una diosa cruel. Tampoco sabía cómo confesarle que no era por él por quien sentía miedo, sino por sí misma.
—No estés triste, cariño. —Le dio un apretón en la mano—. Seguirá los pasos de mi marido Guang y volverá vivo a casa, colmado de honores.
Tan pronto como empezó a notar un ligero cosquilleo en las palmas, Mei se esforzó por dedicarle una sonrisa y, con una disculpa, se apresuró hacia su habitación.
Entró justo en el momento en que unas pequeñas chispas plateadas le brotaban de las manos. Sus ojos se abrieron de forma desmesurada al percatarse de que todo su cuerpo estaba cubierto de un brillo perlado. Con un nudo en el estómago, apretó los párpados con fuerza y trató de controlar su respiración para volver a la normalidad. Su pecho subía y bajaba mientras seguía sintiendo un calor que en otras circunstancias podría haber resultado placentero.
Siempre que perdía el control de sus nervios, lo hacía también de su magia. Cada vez era más fuerte y a duras penas conseguía ya ocultarlo ante su familia. Era consciente de que no podría mantenerlo en secreto por mucho tiempo, pero le atemorizaba la reacción de su padre al descubrirlo.
Él debía haber heredado aquel don. Los varones eran los únicos dignos. Mei solo era una hija, y que una mujer demostrara cualquier atisbo de poder —en especial el de la luna— era considerado una anomalía; peligroso por la naturaleza inestable del género femenino.
Hacía que todos pusieran los ojos en el cielo nocturno y recordasen a la última que, en un arranque de locura, había estado cerca de masacrarlos a todos.
Aun así, que fuera algo inusual no significaba que fuera insólito. En el transcurso de los siglos, más mujeres habían portado los dones de los elementos, y el resultado para todas había sido la muerte.
—Te vas a ensuciar el vestido, Meiying.
—¿Y desde cuándo eso ha sido un problema?
Su padre le dedicó una sonrisa que plagó su rostro de arrugas. Le tendió una mano, y ella la aceptó para levantarse. Sacudió las hebras de paja que se le habían adherido a la ropa y los ojos de ambos se encontraron con el cacareo de las gallinas de fondo.

—¿Quieres dar un paseo? —ofreció.
Mei asintió con avidez y se agarró de su brazo.
Solían caminar por aquel sendero serpenteante que nacía en la puerta trasera del patio y se alejaba del pueblo. Ella misma lo había construido de niña, pisando una y otra vez las hierbas altas. Sin embargo, la frecuencia de aquellos paseos había disminuido de unos meses a esa parte; desde que su padre había empezado a preocuparse por su ausencia de poder. Se dio cuenta de cuánto los había echado de menos.
—Siento que hayamos perdido esta costumbre —dijo él, demostrando que sus pensamientos habían tomado la misma dirección.
—Es normal: estos meses han sido difíciles para todos.
—La abuela me ha dicho que te vio observando el tapiz. —Supo de inmediato el cariz que iba a tomar aquella conversación—. Cree que estás preocupada por mí.
Y, en realidad, era así en cierto modo, pero iba mucho más allá. Inspiró hondo.
—Es… agotador, padre. Como estar en una cuenta atrás constante, esperando a que llegue la milésima Tríada Plena.
«Y a que no tenga más remedio que contaros la verdad».
Cuando se detuvo y se giró para encararla, el brazo de Mei resbaló hasta caer a su costado. De él no solo había heredado el fuerte temperamento, sino también sus ojos negros y profundos, que en aquel momento la observaban rebosantes de amor.
—Todo va a salir bien, te lo prometo.
—Es lo que más deseo, padre.
Él le rozó la mejilla. A pesar de que tenía las manos ásperas y callosas, sus caricias eran suaves y tiernas. Su bigote ascendió al dedicarle una sonrisa sincera y Mei comenzó a caminar de nuevo. Sabía que, si seguía mirándole, corría el riesgo de echarse a llorar.
No temía su enfado, pues él sabía que ni ella deseaba esa situación, ni había hecho nada para provocarla. Temía más bien la decepción y el miedo. La vida de su familia no volvería a ser la misma cuando les confesase que su padre nunca llegaría a sentir la magia de la luna correr por sus venas. Que no alzaría las manos para que las llamas plateadas las envolvieran con su calor. Que jamás se enfrentaría a la diosa. Y que no debían temer que no regresara de las lunas, porque a la que perderían sería a ella.
—Todo esto terminará pronto y entonces podremos retomar nuestras vidas —dijo, alcanzándola—. Tú te casarás y nos llenarás de júbilo. Ni siquiera recordaremos este mal año.
Estaba acostumbrada a escuchar comentarios así, pero esa vez la sorprendió con los sentimientos a flor de piel y no encajó bien aquellas palabras. Cerró las manos en puños, intentando respirar hondo para alejar esa rabia repentina, pero fue inútil.
—Tal vez la felicidad de nuestra familia no debería pasar por destruir la mía. —Su voz sonó demasiado gélida para aquel tiempo tan cálido.
—¿Cómo dices?
La había oído. El cambio en su tono lo delataba.
—No quiero casarme tras las lunas. Quiero casarme cuando encuentre a alguien que me infunda las ganas de hacerlo.
—Has tenido tiempo para buscar el amor por tus propios medios. En cambio, has preferido dedicarlo a ponernos trabas a tu madre y a mí. —Mei abrió la boca para replicar, pero la atajó con voz severa—: No te atrevas a negarme que todos aquellos accidentes no fueron provocados.
No pudo evitar agachar la cabeza, avergonzada. Sin embargo, su determinación le impedía quedarse callada:
—¿Matrimonios concertados, padre? ¿Cree que ese es el mejor método? ¿Una boda sin amor?
—El amor se cultiva con el paso del tiempo, como hicimos tu madre y yo. Somos campesinos, Meiying. No podemos permitirnos creer en romanticismos.
Se apartó de su hija y echó a andar hacia la casa de nuevo.
SOBRE LA AUTORA
Marta Morillo nació en 1997 en Palencia, donde reside. A los diez años, su amor por la lectura derivó en su interés por escribir pequeñas historias y fanfics. En la actualidad, divide su tiempo entre ambas pasiones y su trabajo como ingeniera informática.
De nigromantes y gatos fantasma (Akane Editorial, 2024) es su primera novela y forma parte de una serie realizada por encargo para presentar su Academia de Élite para Brujas Extraordinarias. También es autora de la antología Vagón 13 (Akane Editorial, 2022) y Vestigios del pasado (Pato Ediciones, 2024), y de relatos como Sueños de hadas, Recuerdos de tinta, Con corazón, Melodías de papel y El otro lado de la historia.
Ella se quedó allí, aguantando las lágrimas, como siempre que tenían aquella conversación. Le pareció injusto tener que desear algo que le habían impuesto.
Decidió volcarse en atender la granja para mantener la mente ocupada.
Horas después, con el vestido manchado y el cansancio aferrado a los huesos, se limpió las manos en la tela y se levantó para ir a casa.
Entró por la puerta de atrás y escuchó las voces. Su padre estaba relatando la conversación que habían tenido y sus palabras destilaban tanta frustración que se sintió culpable.
—No es femenina ni delicada. Es insolente e indisciplinada.
—Pero eso no la convierte en una mala hija, Yaozu. Solo es algo testaruda. Ya entrará en razón.
—Prefiere pasar tiempo en esa escuela en vez de relacionarse con gente de su edad. Si tanto desea encontrar un pretendiente por sí misma, no demuestra gran empeño.
Aquel comentario la hirió.
En más de una ocasión, habían dejado claro que no entendían su afición por acompañar a Lian en sus clases. Su amiga había recibido formación en la capital, algo que ellos jamás podrían costear. No tenía opciones de convertirse en maestra, por mucho que lo intentase, pero le bastaba con esos ratos, en los que podía sentirse útil y escuchada, aunque su audiencia fueran unos niños pequeños. Le permitían salir de la monotonía y conocer más sobre lo que había fuera de las fronteras de Chéngshi, de donde nunca había salido.
—Yo creo que la atosigáis demasiado —opinó entonces su abuela—. Es una muchacha preciosa, y no tardará en llegar a casa seguida de un hombre.
—Madre, por favor, usted no se meta.
La escuchó chasquear la lengua.
—Recuerda mis palabras, hijo. Acabarás dándome la razón.