Que un gran dignatario reciba a otro a bombo y platillo, le agasaje y le presente las más importantes y notables bondades de la nación que visita es algo que no sucede sólo hoy en día. Antaño, los grandes reinos al acoger a los corresponsales de otros estados, normalmente a sus embajadores, hacían lo propio haciendo creer que el país que les abría sus puertas era digno cuanto menos de ser respetado.
La casa real española entre los siglos XVI a XVIII llevó esta máxima a rajatabla y en Madrid el desaparecido Real Alcázar, que acabó pasto de las llamas en 1734, o el Palacio de El Escorial a las afueras de la capital, fueron un buen ejemplo de ello. Quienes bajo su estatus político acudían al corazón del reino eran abordados por cientos de obras de arte y una arquitectura solemne que cantaban las grandezas del país.
España no era la única nación que lo hacía. Los franceses obligaban a los legados extranjeros a cruzar por la Galería de los Espejos en el Palacio de Versalles, por ejemplo.
Pero otros estados no tan rutilantes e importantes en el panorama geopolítico de la época también trataron de hacer lo propio y revestir con pompa y elegancia la visita de los foráneos para ganar tantos en los enrevesados entuertos de las cuestiones diplomáticas. Una de esas pequeñas naciones era la de Florencia, que en los años en los que discurre esta anécdota era una república.
El encargo de Miguel Ángel
El escultor Miguel Ángel (1475-1564) había regresado a la Toscana después de permanecer unos años en Roma. Allí había esculpido La Piedad (1498-1499) y con ella había ascendido a los altares de la historia del arte.
Conocedores de su obra, a su vuelta a Florencia recibió el encargo de esculpir una gran obra que albergara todos los valores que los republicanos contemplaban en la democracia.
La escultura del David (1501-1504), de una descomunal pieza de mármol blanco de Carrara que otros artistas no pudieron encarar, mediría algo más de 5 metros de altura y pesaría más de 5 toneladas.
PINCELADAS Y FOTOGRAMAS
Mikel Razkin Fraile imparte desde hace varios años clases en varias localidades de Navarra y en 2022 recopiló 50 historias breves en un libro titulado Pinceladas y Fotogramas (Ed. Cántico).
Ataques a la escultura
La imponente figura de este joven que mira imperturbable a su objetivo en una tensa calma, dispuesto a ejecutar su golpe ganador frente a Goliat, se ubicaría en la Piazza della Segnoria hasta su traslado a la Galería de la Academia en 1873. Esta figura simboliza todo aquello que los gobernantes florentinos deseaban frente a sus enemigos externos e internos.
Las inclemencias del tiempo y los daños sufridos por varios ataques a lo largo de más de trescientos años llevaron a los florentinos a valorar el cambio de su emplazamiento.
Uno de aquellos ataques lo perpetraron en 1843 precisamente quienes tenían que cuidar de él, al limpiarlo con ácido clorhídrico, acabando con la pátina protectora que el propio Miguel Ángel había aplicado sobre el David. Treinta años después, ya a resguardo en la Academia, quien ocupa su espacio en el exterior es una copia.
Su restauradora
La restauradora Eleonora Pucci lleva desde 2008 encargándose del cuidado de la escultura más importante de la ciudad. Cada dos meses coloca los andamios, demorándose el proceso de análisis de la obra y su posterior limpieza en algo más de seis horas. “Cuando me preguntan cómo fue la primera vez, siempre digo que como la segunda, la tercera o la cuarta. Siempre es una gran impresión y sobre todo un gran honor” -señala.
Florencia ya no es un estado independiente y forma parte de Italia desde el año 1861. Al igual que la ciudad, la escultura del David ha vivido momentos mejores. El peso de la historia -y de los kilos- ha provocado que en los tobillos se hayan detectado algunas grietas, debidas a la baja calidad del mármol.
La respuesta es clara y tajante: la pieza de la que nació el David no la escogió el propio Miguel Ángel, lo que hace aún más elevada la enormidad de la escultura.
PARA SABER MÁS...
Qué leer: 'Filosofía de la restauración', de Lino García (2020).
Qué ver: 'La agonía y el éxtasis', de Carol Reed (1965).