Capítulo uno
La nostalgia del caimán
Juan Peña está convencido de que la vejez es un estado mental. Dicen que a partir de los treinta el cuerpo entra en
declive y pronto el individuo va siendo testigo de la involución de su organismo. Antes de los cuarenta, algunos ya han empezado a sufrir dolor de rodilla los días húmedos; otros se vuelven caseros o abandonan sus pachangas de pádel y cerveza con ridículas excusas domésticas.
Luego están los de la segunda juventud, con frecuencia divorciados, los deportistas convencidos desde la adolescencia y, por supuesto, los de buena genética y madurez atractiva. A su entender, nada de eso te hace tan viejo como la sensación de haber llegado a conocer al ser humano y, ya sea por mayor o por vivido, que este pierda la capacidad de sorprenderte. Eso, y que uno deje de ser necesario, en el significado más básico de la palabra: el de la procreación, la alimentación de los vástagos y la supervivencia de la especie. O, en resumidas cuentas, que tus hijos dejen de necesitarte y te conviertas en un viejo rodeado de humanos de los que puedes esperar cualquier cosa.
Pensaba en ello en uno de esos momentos suyos de trance en los que miraba sin ver. Había llegado tarde, como de costumbre, al nacimiento de su primera nieta. Su mujer le había llamado tres veces, era una de sus formas de decirse: una para las cosas sin importancia; dos para que le devolviera la llamada cuando pudiese; tres cuando «tienes que estar aquí»; no más cuando «no tienes que dejar lo que estás haciendo porque sé que es fuerza mayor y esto va a ser, vengas o no, aunque te lo pierdas». Él ya sabía cuál era el motivo de sus tres llamadas.
Ser un padre ausente por obligación no significaba que no estuviera al tanto de las cosas de las mujeres de su vida.
Sabía que su hija mayor estaba a punto de salir de cuentas, que llevaba días con contracciones, que era cuestión de que sonara el móvil; sabía que no habría fotos. En eso también lo respetaban por entonces; y todavía se resiste a que la tecnología lo prive de descubrir el mundo con sus propios ojos, a sus cincuenta y muchos.
Salió de la Sala, compró tabaco en un estanco cercano al juzgado y fue directo al materno de Vallecas. Desde el coche, le devolvió la llamada en manos libres.
FICHA
- Título: ‘La noche que sonaron las campanas’
- Autora: Carmen Macedo
- Género: Novela policial
- Editorial: N de Novela
- Páginas: 336
-Ha ido todo bien, tranquilo. La niña está bien y tu nieta es preciosa. Aún no las han subido, pero Jorge ya las ha visto. Ven cuando puedas y no corras. - Clara siempre se lo ponía así de fácil. Tenía o había cultivado esa capacidad suya para pronunciar las palabras precisas que daban la información justa. Entre ellos, a esas alturas, no hacía falta más.
-Voy de camino, abuela - respondió Juan, y colgó. Él también sabía respetar sus prioridades.
Estuvo un buen rato mirando a su hija tumbada en la cama del hospital desde el pasillo. Recostado en el dintel de la puerta, veía la sonrisa exhausta y a la vez radiante de las mujeres que acaban de dar a la luz. Su nieta dormía con la paz de las primeras veces en una cuna junto a su cama; el padre, con cara de actor secundario que no ha tenido tiempo para estudiarse el guion, estaba a su lado. Fue ahí cuando se quedó embobado, hipnotizado, en trance.
No entró más que un instante en la habitación para darle un beso a su hija, decirle que estaba orgulloso de ella, que la quería, y que la niña era tan perfecta como su madre el día que nació. No le parecía oportuno estar cerca más tiempo.
No cuando acababa de comparecer como testigo en el juicio por doble homicidio de uno de los casos más duros a los que se había enfrentado. Cosas del oficio, que le dejaban el cuerpo cortado una temporada.
Su yerno era un buen tipo. Ya se había encargado de asegurarse de ello desde el mismo día en que su hija se lo presentó; ventajas de tener acceso a las fichas policiales.
Pero, tras casi treinta años en esto y de haber visto a tantos buenos tipos que un día dejan de serlo, no podía quitarse esa idea de la cabeza. Y observando a Jorge - su hija estaba exenta de cualquiera de sus inoportunas cavilaciones- junto a su nieta, recién venida a la vida, y sin poder sacarse de la cabeza el mal trago de esa tarde en el juzgado, no pudo evitar el desasosiego que todavía le producía la imprevisibilidad del ser humano y su capacidad de, pudiendo hacer mucho bien, hacer tanto mal según la circunstancia, la situación, el árbol genealógico o simplemente la suerte.
-¡Pero, bueno, si está aquí el abuelo más molón de todo Madrid! - La pequeña de sus hijas entró exultante por el pasillo del hospital. Había cogido el primer AVE desde Sevilla en cuanto supo que su hermana estaba en el paritorio.
La única madrileña de la familia y se había empeñado en vivir en el sur, provocando tanta admiración como envidia en su desfasado padre, a quien no dejaba de relacionar cada vez que podía en su verborrea con la ciudad que lo veía pasar los días, solo para molestarlo.
La energía de su hija Clara consiguió sacarlo del trance y alejarlo de aquella sensación que le estaba amargando el rato. Se despidieron de Paula, Jorge y la pequeña para que pudieran descansar; tarea en la que las dos Claras se demoraron más de lo que Juan Peña entendía como prudente. Los tres se fueron a cenar algo para celebrar el nacimiento, cosa que no hacían desde Navidad. Eligieron un restaurante en el extrarradio, el preferido de Clarita: La Gran Pulpería. Así de rara era su hija pequeña, que anteponía el buen comer al centro; otra cosa en la que salió al padre.
En aquella cena, Juan volvió a sentirse fuera de sus planes.
Aprovechó que no contaban con él en su apasionante agenda de los próximos días para adelantarles la suya propia, como poco, para lo que quedaba de semana, y era lunes. No es que se muriese por hacer guardia en la puerta de la habitación como si fuera el escolta de su nieta, o por estar de charla y café con la consuegra en la cafetería del hospital hasta que dieran de alta a su heredera y al retoño. Pero de ahí a que prefiriese viajar quinientos kilómetros para enfrentarse a un caso que se presentaba feo, largo y duro, a ejercer de abuelo, tampoco. Y menos si el destino era el que era.
Clarita tenía razón. Hilar lo del pulpo con viajar a Asturias para tratar de esclarecer un crimen no había estado fino; la asociación, además de torpe, había sido poco más que circunstancial.
Ni a su mujer ni a su hija se les había escapado su intento de quitarle importancia al escenario, estaba seguro, por más que ese no fuera un tema del que hablaran demasiado.
Peña pensaba en ello mientras experimentaba otro de sus habituales episodios de trance mirando su reflejo en el retrovisor, mientras que su compañero y subordinado, el cabo Cava, lo ponía al día del caso que los llevaba al norte.
No era habitual ni propio del teniente Juan Peña incorporarse a una investigación sin antes haberse empapado a fondo, pero la premura del encargo y el jaleo del día anterior no le habían dejado margen más que para ojear unos pocos detalles. O igual era que el ajetreo había sido la excusa perfecta para no reconocerse a sí mismo lo difícil que se le hacía encarar ese caso. Por suerte, ya tenían allí adelantando trabajo a dos compañeros que habían subido un par de días antes y habían estado informando a Cava, que trataba de hacer lo propio con su jefe, como le estaba mandado.
-Disfruta de la carretera, cabo Cava. Ya sabes que no me gustan las versiones; me enteraré de lo que me tenga que enterar cuando estemos en el terreno.
Cava era, en realidad, cabo primero. No era por hacerle de menos, solo que a Peña le gustaba cómo sonaba: cabo Cava. «Deberían prohibirte ascender, compañero. Hasta que seas capitán no habrá rango que le vaya mejor a tu apellido.
Y a capitán no creo que llegues»; Cava tenía encaje para soportar la carga. Y sí, a poco que aprendiera a controlar su inoportuna lengua podría llegar a ser capitán, aunque por entonces se conformaba con ser cabo primero en público y el cabo Cava y chófer personal en privado para su teniente, que si para algo usaba las estrellas era para librarse de conducir siempre que podía.
-Como quieras. ¿Puedo contarte el plan o tampoco?
- Peña asintió con la cabeza, sin quitar la vista del espejo-.
Vamos directos a Oviedo. Rubio y León nos esperan en la comandancia con los que llevan el caso allí, pero antes podemos parar en el hotel a alojarnos, si te parece bien; está en Mieres, nos pilla de paso. Y ya, cuando veas oportuno, hoy mismo o mañana, vamos al puesto de Proaza, a hablar con los guardias que acudieron cuando encontraron el fiambre.-Estoy seguro de que León y Rubio ya han hablado con todo el que tenían que hablar, Cava. Vamos directos a Oviedo y de ahí a Bermiego a ver el sitio; al hotel ya iremos a la hora de dormir. Total, no creo que la habitación tenga jacuzzi - respondió Peña, acomodándose en el asiento del copiloto mientras entrecerraba los ojos y pensando en que ojalá pudiera dormir, teniendo en cuenta que había tenido pesadillas las tres noches que habían pasado desde que supo adónde iban-. Y, por cierto, el fiambre tendrá un nombre. De momento me basta con que te refieras a él como «el cuerpo».
La guardia León y el sargento Rubio eran, junto con Cava - a pesar de su impertinencia-, sus preferidos. El teniente Peña no era de los que creen que esté mal tener favoritos; peor era no tener cerca gente que merezca tal consideración, y en ese trabajo, más. El sargento Juan Rubio era, además de tocayo, casi su paisano. Aunque era casi veinte años más joven que el teniente y llevaba bastante menos viviendo en Madrid, daba señales de que no llegaría a acostumbrarse nunca. «Con lo bien que estaría yo ahora pescando caballas en la Bahía, mi teniente», era su forma habitual, gaditana y cómplice de referirse sutilmente como un marrón a cualquier situación que lo fuera. «Te lo pagaré con langostinos en Bajo Guía, sargento».
Son muchos los platos de langostinos que Juan Peña cree deberle a Rubio por su fidelidad, casi más que a nadie. Con respecto a Teresa León, la más joven del equipo, ya apuntaba lo que podía aspirar a ser. Si Cava era su comodín del público y Rubio el más leal de lejos, León era sin duda la más brillante: inteligente, astuta, responsable, comprometida; podía llegar adonde quisiera, en la Empresa o fuera de ella.
SOBRE LA AUTORA
CARMEN MACEDO
Carmen Macedo Figueroa nació en Sevilla en 1985. Licenciada en Periodismo, cuenta con una trayectoria profesional de más de quince años vinculada a la comunicación. Actualmente es directora de Marketing y dirige numerosos proyectos, profesora universitaria y, para no aburrirse, doctoranda en Comunicación. Le apasionan las palabras, lo policial y la novela negra, una pasión que la llevó a estudiar Criminología y Escritura creativa. En su obra bebe de personas, discursos, saberes, pero, sobre todo, de lugares; esos que son lo suficientemente mágicos como para inspirar palabras.
Escribir, para ella, es hacer sentir. Y lograrlo sutilmente en cada frase. Por eso no descuida ninguna. Esta es su primera novela.