ES curioso que Antena 3 decida la programación de El Internado ahora que se ve cercano el fin de curso. Si fuéramos mal pensados, que no es el caso, se diría que viene más bien buscando descaradamente ese público infantil al que ni los contenidos ni el horario le deberían tener permitido el acceso. Pero parece que con el verano el control de horarios se relaja, de la misma manera que se abandona un poco la vigilancia sobre los contenidos televisivos. De alguna manera tenemos instalado en nuestro subconsciente que la televisión que se hace para la estación es desenfadada y de bajo riesgo. Vamos que dejamos que nuestros chavales vean la tele a cualquier hora como si se tomaran un polo de limón o un kas de naranja. Pero El internado tiene mucho tirón para los pequeños: ahí están los niños secuestrados en un edificio siniestro, custodiados por unos adultos misteriosos y, ahora, en cuarentena rodeados de alambradas y vigilados por militares que les impiden su salida. Hace un año la realidad hizo que numerosos escolares vivieran esta experiencia de saberse portadores del virus de la gripe aviar y estuvieron recluidos en los lugares que sus padres habían elegido como campamentos. La pandemia que fue creciendo a fuerza de hablar de ella, que enriqueció a cuatro multinacionales a costa de la inútil inversión de los gobiernos. Por lo menos aquel despilfarro en vacunas y aquella realidad trucada les ha servido a los guionistas de El internado para comenzar su nueva temporada. La séptima. Ahí es nada, en la que junto con el giro del virus destaca el regreso de Luis Merlo al recinto tenebroso. Ese actor de la escuela madrileña de teatro, donde la voz se engola exageradamente, hasta hacer increíble para televisión cualquier personaje.