"Venga, amatxu, que el siguiente jarabe va a ser el bueno”. Ibai nunca se daba por vencido. Tenía 7 años, un tumor maligno en la zona perineal y una sonrisa a prueba de bomba. Igual de resistente que el cáncer al que no lograron doblegar. “Después de cuatro protocolos con quimioterapias cada vez más agresivas y 28 sesiones de radioterapia, el bicho se expandió a sus pulmones y tuve que despedirme de él”, cuenta Maite Molina, su madre.
Las palabras, ahogadas en una mezcla de impotencia y dolor. La carita de su hijo, grabada en una medalla, al cuello. “Se le ofreció todo lo que había, pero no fue suficiente y ya no hubo más opciones. Si se hubiese invertido más en investigación, mi hijo hoy igual estaría aquí porque estaba lleno de vida”, asegura. No en vano era él quien la animaba. “Mi niño ha sido muy luchador, siempre con su risa. Fue nuestra fuerza”.
Lo fue y lo sigue siendo. Año y medio después de su partida, es por él por quien Maite reúne el coraje para ir a trabajar cada mañana. Y, ahora, también el aliento para alzar la voz. “No sé ni cómo estoy aguantando, pero es necesario que la gente sepa que, aunque hay muchos niños que se curan, otros muchos se van porque ya no hay tratamientos para ellos. El cáncer infantil le puede tocar a cualquiera y contra él no existen los milagros, solo la investigación”, subraya, con la mente puesta en los pequeños “que vendrán, porque tristemente esto no ha parado con el viaje de nuestros hijos”.
A Ibai le diagnosticaron en febrero de 2020, con 6 años, un rabdiomisarcoma embrionario, “un tumor maligno que se genera principalmente en tejido blando”, se apresura a traducir su madre. Los sucesivos tratamientos para reducir su tamaño y poder operarlo no surtieron efecto y “el bicho fue ganando terreno”. “No sabían ya qué hacer”, recuerda. La última esperanza la depositaron en un ensayo clínico del Hospital Niño Jesús de Madrid.
Una tregua durante la cual su hijo pudo “quedar con sus amiguitos, ir al parque, comer chuletón en su restaurante favorito, ver crecer su pelito y teñirse el flequillo de verde”. Tras unas pruebas, su pequeño oasis se desvaneció. “Nos dijeron que el tumor se había expandido por más sitios y que no había nada que hacer. Estaba fuerte, pero, como no había nada para ofrecerle, se fue apagando. En cuestión de días empezó a tener dificultades respiratorias y el 28 de abril de 2021 falleció”, relata Maite.
Hasta hace cuatro o cinco meses esta bilbaina, de 35 años, apenas salía de casa. Ahora lo hace para ir al trabajo y poco más. “Es mi único hijo y se te va la vida con él. Es difícil reincorporarte a la vida social e intentar tirar para adelante, muy difícil y muy duro”, recalca Maite, que no tiene en mente ser madre de nuevo. “No me veo preparada para tener más hijos ni para dar amor. No estoy ni para quererme yo como para tener un niño. No me lo planteo”, zanja.
A pesar de los bajones, “que sí que los hay”, visibilizar el cáncer infantil y reclamar más medios para combatirlo hace que encuentre “un motivo para seguir”. También la empuja hacia adelante reivindicar tratamientos menos agresivos. “Las quimioterapias están hechas para las personas adultas. Para los niños no hay ningún otro protocolo de actuación y los efectos secundarios en los críos son más fuertes”, lamenta. La única esperanza que le queda ahora, con el nudo en la garganta tras revivir su historia, es “tocar los corazoncitos de quien pueda hacer que haya mucha más inversión en investigación”.
“La ‘Play’ era su terapia”
A Julen, de 18 años, le gustaba, cómo no, jugar a la Play. “Esa era su terapia”, dice Mónica Quintana, su madre. Y eso es precisamente lo que hacía este joven bilbaino en la habitación del hospital donde estaba ingresado por un sarcoma de Ewing cuando a ella le dieron la peor de las noticias. “Nadie está preparado para ver a su hijo marchar, pero te dicen: Hemos hecho todo el protocolo y ya no hay nada que hacer, se te va, y tú te quedas: ¿Perdona? Luego entras a esa habitación, le ves bien, dentro de su enfermedad, y piensas: ¿Cómo puede ser que me digan esto si yo a mi hijo le veo lleno de vida? Es muy duro, pero al final les tienes que dejar marchar”, dice resignada.
Mónica ha perdido 23 kilos a causa de la enfermedad de su hijo y desde que murió, hace un año, apenas tiene ánimo para levantarse de la cama. “Lo que sucede de puertas para adentro es que no hay vida. Es una tristeza profunda, un desgarro total. El dolor es tan grande que tu cuerpo se desplaza totalmente”, trata de explicar. Pese a todo, ha reunido las fuerzas para compartir su testimonio y pedir más recursos. “Los estudios sobre cáncer infantil están obsoletos. Hace 30 años o 40 años que no han sacado nada. Te dan todos los tratamientos que tienen y cuando se les acaban, te dicen: Ya hay que dejarles morir, no hay nada más. Y eso es superduro”, se duele.
También encoge el alma, dice, verles “luchar” a pesar de que los tratamientos son “superagresivos”. “Son quimios de alta toxicidad, dejan de comer y ves cómo se les transforma el físico. Quedan totalmente irreconocibles. Mi hijo medía 1,90 y se quedó superdelgado. Tenía los ojos azules claritos y perdió hasta ese color. Esto es como una muerte lenta, los ves deteriorándose”, explica Mónica, para quien “sin investigación es difícil vencer” a la enfermedad.
“Nuestros hijos Ibai y Julen fallecieron por un cáncer infantil y queremos darles voz. Hay que ofrecer a estos niños y niñas calidad de vida y que, por lo menos, se puedan defender con tratamientos mejorados. Los actuales son muy agresivos y no siempre son eficaces”, reitera.
A Julen le diagnosticaron un sarcoma de Ewing en la glándula suprarrenal derecha el 25 de septiembre de 2020, a los 17 años. “Le operaron, seis horas de quirófano, y salió bien. Tuvo un año de quimio más 25 sesiones de radioterapia y estaba superlimpio”, comienza a relatar su madre. Tan solo veinte días después, la falta de apetito, unida a unas décimas de fiebre y malestar, no hacía presagiar nada bueno.
“Lo llevé al médico y nos dieron la mala noticia de que la enfermedad había vuelto y más agresiva. Le metieron más quimio. La segunda vez le tuvieron que desconectar porque la enfermedad había explosionado. Se le encharcaron los pulmones, le metieron a quirófano y nos hicieron firmar que tenía un 99% de posibilidades de no salir, pero había que intentarlo. En menos de una semana se marchó”, detalla Mónica, que nunca se dio por vencida.
“En la recaída nos dieron un 2% de supervivencia, pero siempre te agarras a ese 2% porque menos es cero. Nunca piensas que les puede pasar a ellos. Dices: Bueno, a mi hijo le ha pasado, pero va a tirar. Teníamos esa pequeñita esperanza hasta que nos dijeron tres días antes que iba a ser inminente y el 16 de noviembre de 2021 voló”. A punto de cumplirse su primer aniversario, no halla consuelo. “Tengo otro hijo, pero no me quita el dolor de Julen”.