"Lo siento. Esto va mal y no quiero sufrir más". A Maite Prados le bastó con pronunciar estas palabras la pasada Navidad para que su familia, que lo había dado todo buscando alternativas para curarla, hiciera lo propio con tal de que por fin descansara. Esto es, paradojas de la pandemia, conseguir que le hicieran una PCR en festivo para poder ingresarla en una clínica y que la sedaran. De esa forma esta bilbaina de 65 años decidía poner fin a su última batalla contra un cáncer de páncreas, después de haber superado tiempo atrás otro de colon con metástasis.

Maite era una mujer luchadora. De las que se someten a un montón de intervenciones, radios y "todas las quimios del mundo" aunque sepan que "luego vienen seis meses horribles". De las que no tiran la toalla hasta que el telón se cierra sí o sí. "Mi ama siempre peleó por vivir, pero llega un día en que todo es sufrir y sufrir, y no merece la pena".

Lo dice su hijo Iñigo Ajuriagogeaskoa, con la valentía de serie en los genes, apenas un mes después de haberla despedido, en pleno duelo. Reúne las fuerzas para poner cara al dolor de muchas familias, a las que la eutanasia, cuya ley está tramitándose actualmente en el Estado, les habría ahorrado una agonía. "Nunca pidió nada que no pudiésemos hacer, pero estando la herramienta, la habría utilizado. A mi ama le sobró alguna semana".

Pandemia aparte, el año pasado Maite hilvanó un mal diagnóstico con otro: una operación de cáncer de páncreas "en la que no se pudo limpiar todo", una radioterapia "que no terminó de funcionar", la cirugía de una vértebra rota que "le dejó una pierna inmóvil" y la moral por los suelos, un derrame de pulmón, el intestino paralizado...

"El último mes fue deteriorándose mucho: ingresos, mi padre con ella 24 horas... Fue realmente duro", lamenta Iñigo. El calvario abate con su onda expansiva a quienes sujetan la mano a pie de cama. "Ver sufrir a alguien que quieres no se lo deseo a nadie. No consigues centrarte en el trabajo ni en tu vida personal, no consigues disfrutar de tus hijos...", confiesa. Tampoco Maite tenía ya fuerzas para aferrarse, como otras veces, al agarradero de ver crecer a sus nietos. "Mis hijos son pequeños y no podía llevárselos a la vez porque la pobre se agotaba solo de verlos. Cuando ves que ya no tiene ilusión...".

Después de haberse dejado la piel en el intento, Maite tan solo pedía morir tranquila. "Nos decía que no quería sufrir, que no se alargara más, y para nosotros era un dilema porque no conocíamos las alternativas. Dejamos de pensar en los tratamientos para pensar en qué solución darle. Espero que esta nueva ley ahorre eso a mucha gente, que directamente se lo expliquen los médicos con el diagnóstico y que luego sea una libertad individual del paciente el decidir cuándo", explica Iñigo, que acudió a la asociación Derecho a Morir Dignamente en busca de respuestas.

"Justo salió la ley y mi hermano, mi padre y yo vimos que era lo que ella quería: Yo, si puedo, en mi casa, dormida y sin molestaros, que ya os llevo dando la turra demasiado tiempo, pero me dijeron que, aunque se aprobase, no estaba aún disponible", cuenta Iñigo, a quien la eutanasia, de la que había oído hablar sin prestarle demasiada atención, le pareció entonces una opción más que necesaria que urgía regular.

"Yo soy un vitalista, igual que lo era mi madre, pero puede ser una herramienta útil para muchos pacientes que ven que no hay salida y que su vida se limita a ver cómo se apagan y cómo sus familiares están al lado suyo sufriendo", defiende.

Después de su dolorosa travesía, la mente de Iñigo ha hecho "clic" y ahora entiende "mucho mejor" casos como el de Maribel Tellaetxe, la enferma de Alzheimer que falleció a la espera de que se legalizara la eutanasia, o el de Ángel Hernández, que liberó a su mujer de los barrotes de la esclerosis múltiple.

Es muy duro poner a alguien en la tesitura de tener que cometer una ilegalidad para ayudar a un ser querido. Hay muchas enfermedades degenerativas que llevan al ser humano a un padecimiento que no se da en otras especies. A los animales les ahorramos más sufrimiento. Yo llevé a mi perro al veterinario cuando ya ni comía ni se movía y nadie hizo preguntas. Estaba claro, no había más que dejarle en paz", dice y recalca que "a nadie nos gustaría ver a un familiar postrado en una cama sufriendo. Si, encima, está expresando todos los días que no quiere vivir, es alargar una agonía y complicárselo al entorno", denuncia.

"VIDAS QUE NO MERECE LA PENA VIVIR"

Convencido de que "la gente que se opone a la eutanasia no ha tenido que ver a un familiar apagándose y padeciendo dolores", Iñigo insta a los médicos a "ponerse en la situación del enfermo" y critica las palabras que vertió un facultativo en televisión cuando el Congreso dio el visto bueno a la ley.

"Decía: Nos hemos pasado la pandemia jugándonos la vida por salvar la de los demás y hay gente que está pidiendo el suicidio asistido. Me parece un comentario muy desafortunado", censura Iñigo, quien recuerda que la nueva norma contempla la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. "Los médicos dicen que están para salvar vidas, pero hay algunas que no merece la pena vivirlas", afirma.

Aunque en el caso de su madre los cuidados paliativos "funcionaron bien", Iñigo advierte de que esta opción no es suficiente para cubrir todas las necesidades. "Si estás encamado y tu enfermedad no te va a matar, no te ofrecen una sedación. Además, mi ama llegó tan agotada que se fue en unas horas, pero otros tardan días y es angustioso", avisa.

Siempre al tanto de su enfermedad, Maite estuvo conversando con su familia hasta que se durmió. "Era, sin duda, la más dura de todos. Es una lección de vida, pero mejor ahorrársela", señala y se pregunta: "¿Merece la pena tener a la gente que quieres así, viva pero sin poder vivir? Yo, sinceramente, creo que no".

De hecho, dice, "aunque tengo una pena terrible porque mi ama era joven, me ayudaba con mis hijos y estaba en mi día a día, para ella ha sido una paz y para nosotros también. La echamos de menos todos los días, pero verla así ha sido demasiado duro. No hay palabras".