En el regazo de Urbia, entre barrancos y rodeado de pura naturaleza en los límites del pueblo de Oñati, se sitúa el santuario de Arantzazu. Podría tratarse de un edificio o un lugar cualquiera, pero esta capilla ampara a la patrona de Gipuzkoa. Según cuenta la leyenda, un pastor llamado Rodrigo de Balzategi paseaba por el monte cuando encontró una imagen de la virgen sobre un espino. Durante siglos los frailes franciscanos han convivido allí y han cuidado del templo de Arantzazu.
En 1950, decidieron construir la basílica definitiva, ya que, anteriormente, tuvieron que renovar varias veces la iglesia a causa de incendios. Mañana se cumple medio siglo desde que se instaló el friso de los catorce apóstoles del escultor oriotarra Jorge Oteiza. Nabarralde Fundazioa ha producido el documental Aran-tzazu harriz herri al respecto con motivo del aniversario.
“Arantzazu nació desde una nueva manera de ver el mundo en 1950”, comenta Juan Ignacio Larrea, el cuidador de la basílica. Aquel año se presentaron varias ideas para reformar el templo y fue el proyecto de los arquitectos Francisco Javier Sáenz de Oiza y Luis Laorga el que resultó ganador. “La arquitectura se transforma muchísimo, es decir, que se va silenciando de elementos que tenía sobre la fachada: arcos, las torres tenían unas ventanas para las campanas? Todo eso se va silenciando a favor de ese espacio que consiguen finalmente con la obra de Oteiza”, explica Elena Martín, conservadora del Museo dedicado al escultor en Alzuza.
Oteiza esculpió el friso de los catorce apóstoles y la imagen de la piedad que corona la fachada del edificio. Fue un proceso difícil y surgieron problemas con la Iglesia. En 1954, la Comisión Diocesana de Arte Sacro decidió reprobar la obra, que acabó siendo prohibida por el obispo de Donostia de la época. Los apóstoles permanecieron abandonados durante catorce años en la carretera de acceso al santuario -solo cuatro habían sido esculpidos-. “A pesar de todo ese sufrimiento, Oteiza nunca quiso renunciar a Arantzazu porque sabía que ese era su lugar, que era un lugar de gran significación para él, para llegar al pueblo vasco y a lo que quería transmitir con su obra”, destaca Martín. Finalmente, a la luz del Concilio Vaticano II, se logró instalar el friso el 21 de octubre de 1969, casualmente, el día en el que Jorge Oteiza cumplía años.
El friso fue muy rompedor para la sociedad conservadora de aquellos tiempos. No en vano, el que fuera uno de los impulsores del Grupo Gaur esculpió más apóstoles de los que corresponden a la tradición cristiana. A pesar de que el escultor dejó un documento indicando qué figura corresponde a cada apóstol, simbólicamente, con el friso también quiso reflejar a los catorce remeros que bogan juntos en la trainera. “Él siempre aludirá simbólicamente a todo este imaginario que tiene de lo que para él significa el pueblo vasco”, explica Martín. Por ejemplo, en la primera de las efigies retrató al patrón de la trainera de Orio, en ese momento Inaxio Sarasua.
Según Oteiza, en los rastros de los apóstoles también hay una idea de retrato, un prototipo del hombre vasco: la cabeza ancha, nariz aguileña y barbilla pronunciada. “El arte y la religión siempre han estado unidos en Arantzazu y para mí ha sido un lugar innovador a lo que a la Iglesia se refiere”, comenta Larrea.
Además de Oteiza, también intervinieron más artistas vascos en la creación de la nueva basílica. Las puertas son de Eduardo Chillida; el ábside es fruto del trabajo de Lucio Muñoz; la cripta surgió de la mano de Néstor Basterretxea; las vidrieras son obra de Javier Álvarez de Eulate y la parte posterior del camarín es de Xabier Egaña. Toda esa colaboración de los artistas hace que la obra tenga una gran significación a nivel artístico y cultural. Pero la propia ubicación de Arantzazu también realza la obra: el entorno y el paisaje increíble en el que se enclava este templo.
La basílica se encuentra perdida entre las montañas que la rodean, y como está construida con piedras cercanas del lugar, se mimetiza con el entorno. “Es el símbolo de la renovación del arte religioso en el siglo XX. Que en 1950 se elija ese proyecto arquitectónico, que era el más rompedor y el menos tradicional de todos los que se presentaron al concurso, es muy importante”, recalca Martín.
El trabajo de los artistas, que cooperaron para darle un nuevo hogar a la virgen de Arantzazu, significó una ruptura con la tradición del arte religioso. Cabe destacar que, en 1962, cuando Lucio Muñoz instaló el ábside, se decidió también retirar las vestiduras a la virgen, que hasta ese momento, y desde el año 1621, siempre se había mostrado con sus ropajes. “El pueblo y los franciscanos fueron asumiendo esos cambios y también tuvieron mucha confianza en el proyecto y los artistas sobre todo”, destaca Martín.
renovación Hoy en día puede resultar difícil imaginarse cómo los franciscanos en aquella época pudieron asumir las renovaciones con las que se estaba cosiendo la nueva estampa de Arantzazu. Pues bien, según el actual cuidador de la basílica, fueron los profesores de los frailes quienes influyeron en el cambio de pensamiento de los alumnos religiosos vascos.
“En los últimos años de la carrera, nos tocaron profesores que vinieron desde París, Alemania y otros lugares de fuera. Trajeron consigo mensajes innovadores y se unieron al proyecto”, explica Larrea, quien añade que aquellos fueron unos años “espléndidos”. La influencia de sus profesores permitió avanzar con un proyecto moderno de renovación, que supuso un punto y aparte para el arte sacro y, en general, para la vanguardia vasca.