donostia, Gipuzkoa. Despunta una mañana lluviosa de sábado pero a la hora menos cinco ya están todas en Ategorrieta, frente a la casa de la Diputación, esperando a que lleguen sus hijos para estar con ellos, según cada caso, una o dos horas una vez por semana. Cuando es alguien de la familia de acogida el que viene a traer a los niños nunca estaciona frente a la puerta de la casa, sino que se mete por las calles del otro lado de la avenida y allí, a resguardo de las miradas de los padres biológicos, deja al niño o la niña en manos de un supervisor, trabajador de los servicios sociales de la Diputación, que no se separa del niño durante todo el encuentro con la familia biológica, y luego terminada la reunión, vuelve a acompañar al niño o la niña hasta el lugar donde le espera su familia temporal.
La norma es que la familia biológica no debe acercarse a la de acogida, ni reclamar su atención, a no ser que tengan una autorización de la Diputación. “Aquel es el lado de la alegría y no quieren ver el dolor y la tristeza del otro lado”, larga Arantxa, una madre que por todos los medios legales trata de recuperar la patria potestad sobre su hija de 7 años.
Nerea, madre de 2 niños de 6 y 4 años, conoció a la familia de acogida “por un despiste”, dice, “y mi actuación fue muy positiva con ellos. Pedí un acercamiento y visitas con los niños pero no me lo quieren dar. Dicen que es pronto y ya han pasado dos años. Pueden pasar cuatro años tranquilamente y estar en las mismas”.
Nerea sufría malos tratos de su ex-pareja de forma continua. En la última paliza intervino la Ertzaintza deteniendo al agresor que ahora cumple condena en la cárcel. Fue en aquella misma actuación policial cuando se llevaron también a los niños. “No hubo tiempo para pensar, fue todo superrápido y la verdad, muy doloroso”, dice Nerea. Al ver que se llevaban a los niños ella opuso resistencia y pasó aquella noche en el calabozo, aunque ahora entiende que la Diputación quería proteger a los menores. Era la segunda pareja que le maltrataba. El padre de sus hijos, del que se separó, también le maltrataba. El juez dictó una orden de alejamiento y no fue condenado a prisión porque ella se había acogido a su derecho a no declarar.
“Quieren que los niños no vivan una situación de maltrato, por lo cual yo entiendo que me los hayan quitado y los hayan tutelado -apunta Nerea-, pero hasta un punto? Yo creo en mí, es más, tengo informes bastante positivos, hasta del Ayuntamiento que ha realizado una intervención, tengo un piso y la RGI, pero ahora solo queda esperar”.
“Lentitud” El periodo inicial de dos años desde la declaración de desamparo ya toca a su fin en su caso pero el examen de su capacidad de asumir la responsabilidad de la custodia de los niños sigue pendiente, porque “la psicóloga hizo mal su trabajo y decidieron contratar a un nuevo psicólogo que tiene que empezar desde cero, la lentitud es impresionante”, se queja. Cada caso es un mundo, dice Ali, de nacionalidad senegalesa pero arraigado en la sociedad vasca y padre de tres niños tutelados de corta edad, acogidos dos en una familia y el más pequeño en otra. El denominador común de los padres y madres que acuden a las visitas una semana tras otra, y sin faltar ni una sola vez, según Ali, pese al esfuerzo que supone coger un autobús a primera hora de la mañana para ir a Donostia desde distintas localidades de Gipuzkoa, es que todos desean recuperar a sus hijos lo antes posible. Ali prefiere no contar las razones por las que se declaró el desamparo en su caso aunque rechaza que careciera de recursos económicos para hacer frente a las necesidades de los niños. En la guardería, que fue donde los cogieron, pagaba casi 400 euros al mes, según él. Ali contesta la suspensión de la patria potestad. Su opinión es que los niños deben crecer en sus familias. Los servicios sociales, en el interés superior del niño añade, deberían dedicarse más a ayudar a las madres biológicas a transformar su realidad con vistas a generar un entorno adecuado para los niños. Ali y su mujer hoy están especialmente enojados porque solo han llegado para la visita dos de los hermanos, sin que les hayan explicado el motivo de la ausencia del más pequeño de los tres. “Solo pueden verse una vez a la semana y hoy no les han dejado”, dice.
Los niños a menudo dicen a sus madres durante las visitas que les echan de menos y que quieren irse con ellas, incluso cuando son felices y están bien integrados en las familias de acogida, las cuales deben disfrutar de una cómoda situación económica para ser cualificadas y reciben además una ayuda económica para aliviar el peso que supone la acogida.
Algunos niños tutelados no viven en familias sino en pisos compartidos con otros niños bajo la custodia de trabajadores sociales. Ainhoa tiene en uno de estos pisos a su hijo único de 10 años. Su historia, contada por ella, es que el padre del niño, su expareja, dictada una orden de alejamiento contra él por violencia de género y habiendo perdido enteramente la custodia del niño, denunció en instancias públicas que ella no tiene medios económicos para responsabilizarse del niño, pese a que según ella, los abuelos por su parte están dispuestos a aportar los avales necesarios para asegurar el sustento de la familia. Ella trata ahora de volver a levantar cabeza, por un lado exigiendo judicialmente a su expareja todas las pensiones atrasadas desde que se separaron, y por otro, solicitando a la Diputación que designen a sus propios padres como familia de acogida para su hijo. Sin embargo, su desacuerdo con la política social de la Diputación de Gipuzkoa es frontal, lo que le ha llevado a enredarse en una asociación de madres en su misma situación, donde el malestar toma cuerpo en críticas y hasta denuncias de supuesta corrupción contra el sistema de tutela de menores.
“Estaba triste” Ainhoa se queja hoy de que su hijo no se encuentra bien en el piso en el que está y cuestiona los cuidados que recibe allí, pese a los generosos presupuestos previstos en la ley. “Ya se ha escapado una vez y hoy otra vez estaba triste, quería venir conmigo” dice acongojada.
Las madres que han conseguido cierta estabilidad pero no logran recuperar la patria potestad pasados los años, por mucho que se empeñan, son las que están más airadas, como Arantxa y su actual pareja Andrés. Mientras ella aprovecha las dos horas con su hija para pasear en el Bulevar y comprarle caprichos bajo la vigilancia de la supervisora, su compañero y actual marido, que no tiene permiso para pasear junto a la niña, muestra en su teléfono móvil una querella criminal contra los responsables de la tutela de menores de la Diputación Foral de Gipuzkoa, redactada por el nuevo abogado de la pareja, el cuarto al parecer. Acusan al personal responsable del sistema de la Diputación de múltiples presuntas irregularidades e intimidaciones, aunque no quiere “entrar en el asador” por tratarse de un asunto sub júdice y porque además, todo lo que desean en el fondo y desde el principio, es que devuelvan la niña a su madre.
Si la acogida temporal pasa a ser adopción, la pérdida de la patria potestad se vuelve definitiva y tal es el temor principal que inflige dolor y nerviosismo a las madres biológicas. Mientras tanto dependen de las valoraciones de la administración que además de lentas pueden parecer también muy subjetivas, como por ejemplo una acotación en el expediente de Arantxa en la que esta era rebajada como madre “por dar chucherías a la niña con frecuencia” según ella. En teoría, si presentan un recurso de oposición a las decisiones administrativas, tienen el derecho a recurrir al juez de familia y tal es el camino por el que han optado Arantxa y su pareja, pero hace falta mucho dinero y mucho coraje, dice Andrés.
La familia de acogida en la que vive la niña denunció anteriormente a Andrés por un presunto delito de acoso contra ellos pero Andrés demostró en los tribunales, según él, “no sólo que era inocente de lo que le imputaban sino que se trató además de una falsa acusación”. Sin embargo, la Diputación continúa considerándole una “pareja tóxica”. La pareja amenaza con hacer ruido en los tribunales, y si es así, la justicia dirá, pero la barrera entre ambos lados no deja de acrecentarse.