Ocurre, a veces, que pese a llevar un vehículo articulado de dieciocho largos metros (no se imaginan lo largos que se hacen esos centímetros al pasar por entre varios coches estacionados en doble fila, andar esquivando a viandantes despistados que pasean ajenos a la realidad mientras mandan whatsapp con sus teléfonos móviles, girar por una curva imposible en calles no aptas para corazones sensibleros o, incluso, tomando una rotonda de esas en las que uno de los carriles circulares se encoge como por arte de magia para poder entrar en la misma) ocurre, como decía, que a pesar de disponer de muchas plazas en el interior del autobús todos los espacios están ocupados y las situaciones que se viven ante esa circunstancia son no menos curiosas.
Recuerdo en cierta ocasión circulando con el bus repleto de gente, que en la parada próxima a la Plaza de Abastos una mujer mayor pretendía acceder al mismo con una carro de la compra de tamaño descomunal. Tan enorme era el utensilio que para moverlo por la calle necesitaba coger carrerilla. Por sus extremos asomaban un manojo de puerros, unas acelgas más bien lacias, dos barras de pan estrechas bien cocidas y un palo de escoba con el que sembraba el pánico a cada movimiento serpenteante que daba.
Viendo sus intenciones, le sugerí la posibilidad de esperar al siguiente servidor ante tamaña aventura. Como suele ser habitual, un viajero que intenta arreglar los entuertos como si de un Quijote se tratara (aunque normalmente acabe ofuscado en los molinos), se ofreció a ayudarla entorpeciendo el acceso, frenando la marcha del servicio y creando una situación de riesgo innecesaria con el arma sobresaliente. No obstante, proseguimos adelante apretados, retrasados en el horario, sofocados ante la capacidad sudorípara de los seres humanos y aromatizados por ese carro relleno de verdura que, a juzgar por la magnitud de la fragancia que emanaba en creciente intensidad, portaba pescado un tanto rancio.
Cuando se vació poco a poco el bus a medida que llegábamos al barrio de destino, el espacio se hizo más respirable pero los asientos seguían todos ocupados. La mujer se acercó a varios usuarios que leían el periódico ajenos a las circunstancias:
-¡Que vergüenza tan grande! -gritó enfadada-. En otros tiempos las cosas eran muy diferentes. Seguro que más de uno se hubiese levantado raudo y veloz para dejar su plaza a una delicada dama como yo. ¡Ya no hay educación!
A lo que un hombre elegante cerró el periódico, lo dobló con parsimonia y se dirigió a la portadora del carro:
-Señora mía -le respondió tranquilo-, educación sí hay. Lo que no hay son asientos?