no ha llegado a pisar los servicios de Cáritas, pero se ha quedado a las puertas. Sabe, por ejemplo, lo que es soportar un dolor de muelas por evitarse los 60 euros del empaste. “Mi objetivo en la vida no es vivir de las ayudas. Qué más quisiera que trabajar, pero por el momento no me está siendo posible, y si vamos tirando es gracias a mi hija, que ha encontrado un empleo a media jornada”. Miren, de Donostia, es una de las 35.000 personas paradas que cobran la RGI como única fuente de ingresos en Euskadi.
Los datos difundidos ayer por el Departamento vasco de Empleo y Políticas Sociales correspondientes al tercer trimestre de 2017 revelan que tres de cada diez perceptores de la principal prestación social en Euskadi tienen entre 34 y 44 años. Ella encaja a la perfección en el perfil. A sus 42 sigue encontrando serios problemas para reengancharse a un mercado laboral que se muestra esquivo. “Dejé de trabajar a raíz de una caída. Me falló la rodilla y todo se fue al traste. Desde 2015 estoy cobrando la RGI, en concreto, 603 euros que ante todos los gastos a los que hay que hacer frente se acaban convirtiendo en calderilla”, lamenta esta mujer.
La consejera de Empleo y Políticas Sociales, Beatriz Artolazabal, indicó ayer en una nota que la RGI no es la solución para todos los problemas, aunque entiende que “es una herramienta de gran valor para reducir los indicadores de pobreza estructural”. Miren no entiende de indicadores, ni sabe lo que es la pobreza estructural. Agradece la ayuda pero no se lleva a engaño. “Esto es un ejercicio de supervivencia con lo justo. Somos pobres, algo que se nota aún más estos días de frío en los que hay que echar mano de la electricidad. Con tal de ahorrar y no encender la calefacción, me echo encima las mantas que hagan falta. Siempre nos estamos apretando el cinturón”, admite la donostiarra, que no se siente nada orgullosa de cobrar la RGI. “Espero dejar de percibirla, y encontrar en breve un trabajo a pesar de mi minusvalía. No quiero ayudas, ni vivir de la caridad ni nada por el estilo. Estar percibiendo la prestación no es agradable para nadie. Al menos no lo es para mi. No me hace sentir bien. No me hace gracia. Tengo 42 años, dos manos y dos piernas, aunque una de ellas esté dañada. Quiero trabajar y vivir de lo que gane”.
Junto al colectivo de desempleados, que Miren espera dejar de integrar algún día, hay otras 4.456 personas que complementan la RGI con otras prestaciones como las relativas al desempleo, subsidios y otras ayudas. En total, en los registros de Lanbide figuran 40.000 desempleados que dependen de la RGI, una prestación cuya propuesta de reforma mejorará algunas cuantías y supuestos de acceso, aunque el sistema se ha desvinculado definitivamente del SMI y la revalorización anual de las cuantías queda exclusivamente en manos del presupuesto.
Pagos indebidos Otro quebradero de cabeza para muchos bolsillos sigue siendo la deuda generada por los pagos indebidos a los perceptores de la RGI y la Prestación Complementaria de Vivienda. Nada menos que 30,6 millones de euros, según el recuento del año pasado. El Servicio Vasco de Empleo empezó a cobrar en 2016 una cuota social de 30 euros mensuales a los beneficiarios de estas ayudas sociales a los que Lanbide pagó de más de manera errónea. “Yo soy una de las que siguen sufriendo las consecuencias”, admite Josefina Gómez, vecina de Errenteria, que cuando acabe con la cuota de 30 euros mensuales deberá afrontar otro pago de otros 800.
Cobró la RGI por vez primera en 2013, un año durísimo para la familia, en la que su marido autónomo se había quedado sin trabajo. “Fuimos a solicitar el paro y nos dijeron que no se podía. Yo no trabajaba. No tenía ingresos de ningún tipo, con una hija mayor de edad y un niño pequeño. Nos hablaron entonces de cobrar la RGI que, por aquel entonces, no sabíamos ni lo que era”, rememora.
La familia apuró todos los ahorros antes de recurrir a ninguna ayuda. En mayo cumplimentaron los papeles para percibir la prestación, que la cobraron por primera vez en agosto. “A finales de 2013 me llamaron de Lanbide para hacer un curso de carnicería y charcutería para Eroski. Estuve haciendo las prácticas durante dos meses y conseguí un contrato de diez días. Durante ese intervalo mi hija también estuvo trabajando. Cada vez que nos hacían un contrato llevábamos los papeles a Lanbide de inmediato. A mí siempre me habían dicho que había un margen de tiempo de contratación de modo que la gente no se negara a los trabajos por miedo a ningún cruce burocrático. Pues bien, conmigo no ocurrió. El año pasado, en el peor momento, con mi marido todavía sin trabajar, lo cual le llevó a una depresión con varios ingresos, empezaron a llegarme cartas de Lanbide que me reclamaban pagos indebidos”, expone. “Ahora estoy pagando las consecuencias: 30 euros al mes, y otros 800 que me esperan por los diez días que trabajé en Eroski, porque mi hija también estuvo trabajando esos días. Lo he intentado demostrar de mil formas. No fue un error nuestro. He llevado papeles y más papeles, pero no hay manera. Estoy pagando las consecuencias de un error administrativo que, según entiendo, no es mío”, lamenta la mujer.