Acaba junio, llega el veranito y como la fiesta de la cerveza, el Impuesto de Actividades Económicas o los malos estudiantes: volvemos a primeros de septiembre. Si ustedes quieren, claro. Al respecto de los últimos días lectivos, la semana pasada estaba haciendo tiempo en la terminal de la universidad, degustando en mi libro electrónico un best seller de gran tirada y discutida calidad, aunque terriblemente entretenido. Por cierto, que al sacar el tema de si la literatura es mejor en formato electrónico o en papel, incluso entre nosotros los conductores que somos unos usuarios confesos de los libros, surgen posiciones encontradas. Tantas posiciones como las que logra hacer un practicante de yoga jainista en plena meditación, y tan encontradas como las gafas, los paraguas y las dentaduras postizas que se quedan al final del turno entre los asientos del autobús. Subió entonces al urbano, un anciano bastante mayor que me saludó educadamente:

-Buenos días, chófer.

-Buenos días caballero -le contesté sin levantar la vista centrado en la trama de la novela, que entraba en una fase erótico festiva entre el protagonista y la compañera de desventuras, que prometía más de lo que luego daba-.

-Perdone -me interrumpió-, ¿puedo hacerle una pregunta ya que veo que tiene una tableta moderna de esas en las manos?

-Sí, sí -le respondí apartando mi ebook a un lado-. Dígame?

-Verá, majo: mi nieta Sonia, que está de vacaciones en Salou poniéndose como un cangrejo al sol y como una esponja en las discotecas, me ha encargado que anote las fechas de los exámenes de septiembre en la facultad y para ello me ha dado su agenda electrónica para que lo apunte ahí. Pero yo no estoy muy puesto a mis años con estas tecnologías tan modernas y me temo no haber realizado bien la tarea con los nervios -me confesó dubitativo-.

-Bueno, no se preocupe -le tranquilicé-. Enséñeme cómo lo ha hecho y yo le digo si está todo más o menos claro -propuse finalmente como alternativa razonable-.

El hombre me entregó una preciosa Samsung nuevecita con su funda de corazones y su precio elevado. Al sacarla de su envoltorio protector y examinarla de cerca comprobé con horror, cómo el inocente abuelo había escrito en la pantalla táctil de la tablet los horarios de los exámenes con un rotulador indeleble de color azul fosforescente.

-¡Santo Dios! -exclamé desde mi ateísmo confeso-.

-¿Está mal apuntado? -se apuró el señor-.

-No se preocupe -le respondí devolviéndole el artefacto pintarrajeado-, que lo que es apuntado, le ha quedado bien apuntado. No lo dude ni por un momento y esté seguro de que su nieta lo va a recordar siempre?