La irreductible monja navarra Pilar Ulibarrena ha vivido golpes de Estado, guerras o el avance del islamismo en sus ya casi cuatro décadas en Pakistán, pero a pesar de sus 83 años de edad y las dificultades sigue empeñada en ayudar a los necesitados, más allá de su religión.
Menuda, de cabello blanco y una energía impropia de una octogenaria, la hermana Pilar afirma que desde su llegada al país en 1968 la pobreza ha disminuido pero ha aumentado la intransigencia con los cristianos y las minorías. “Ha ido todo a peor. Cuando llegué te podías mover, podías hablar. Ahora hay que tener cuidado dónde vas y con lo que dices”, cuenta la religiosa en el hospicio San José, abierto por un misionero irlandés en 1964 en la ciudad de Rawalpindi, vecina a la capital.
Ulibarrena remarca que nunca han tenido problemas en el hospicio, pero sí ha habido cambios a su alrededor en un país de mayoría musulmana y donde los cristianos representan menos de cuatro millones en una población de casi 200 millones de habitantes. “Antes íbamos con hábito y nadie se metía con nadie, pero tuvimos que cambiar. Dejamos de llevarlos”, señala.
Originaria de Olite, desembarcó por primera vez en la república islámica en 1968 tras ser expulsada de Birmania. En 1991 se fue a cuidar a sus padres, pero volvió a Pakistán en 2000 tras su fallecimiento. Suma 39 años en un país inestable, que durante ese tiempo ha sufrido varias guerras, golpes de Estado, catástrofes naturales y un auge del radicalismo islámico que ha causado 60.000 muertos en los últimos años, según estimaciones del Gobierno paquistaní.
Bombas junto al hospital Durante la guerra con la India y el conflicto independentista de la región paquistaní que después sería Bangladés en 1971, las bombas caían cerca del hospital donde trabajaba.
“Todo temblaba. Pero estábamos tan ocupadas que no teníamos tiempo para buscar cobijo. No nos pasó nada”, afirma afable la hermana de la congregación franciscana Misioneras de María.
Del golpe de Estado del general Zia Ul Haq en 1977 recuerda que “no hubo mucho jaleo”, pero sí cree que en esa época se radicalizó el país. Años más tarde, en 1988, un arsenal militar saltó por los aires no muy lejos del hospicio, en un incidente que acabó con la vida de noventa personas.
“De repente, bum, bum. Eran como fuegos artificiales”, indica.
En el hospicio San José encuentran cobijo niños huérfanos, paralíticos, enfermos crónicos y personas abandonadas por sus familias. “Lo más duro es cuando hay enfermos por los que no puedes hacer nada. Viene alguien con cáncer y no podemos hacer nada”, explica seria.
Seis monjas y unos sesenta trabajadores cuidan a los 35 pacientes cristianos y musulmanes que allí viven, más las entre ochenta y cien personas que acuden a diario a un dispensario y una consulta abiertos a todo el mundo.
“Si llegan dos enfermos, uno cristiano y otro musulmán, y hay solo una plaza admitimos al que más lo necesita”, asegura.
El hospicio sobrevive con las donaciones de musulmanes adinerados de la zona que regalan cabras, pan, huevos o medicinas.
A pesar de sus 83 años de edad y varios episodios de fiebres tifoideas a sus espaldas, la hermana Pilar comienza a trabajar a las 6.15 horas cada mañana y la última cruzada en la que se ha embarcado es conseguir los fondos para arreglar el ascensor que lleva a la zona infantil.