No se alarme. El mundo no se va a acabar. Al menos no está previsto en el corto plazo. Por mucho que se hayan encendido las alarmas con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, todo parece indicar que el mundo, tal y como lo conocemos, va a seguir funcionando. Pero eso no es impedimento para que en nuestro planeta haya personas e instituciones que trabajen en función a una manera diferente de pensar. Científicos de diversas disciplinas han visto necesaria la puesta en marcha de varias iniciativas que tengan su esencia en otra perspectiva, en una visión a largo plazo.

Nuestra existencia es un suspiro en la vida de nuestro planeta. No ya nuestro tiempo vital, que también, sino la huella que el hombre, como civilización, deja en este pedrusco húmedo que da vueltas alrededor del sol. En nuestros días es difícil encontrar pruebas de los seres vivos que habitaron en nuestro planeta. Los científicos interpretan fósiles de animales y plantas para saber cómo era la Tierra hace millones de años. Incluso resulta enigmático descifrar cómo eran las civilizaciones antiguas. Los restos y documentos que quedan de los hombres y mujeres que vivieron en nuestro entorno hace 10.000 años son escasos y están muy deteriorados. Si pensamos en el futuro, ¿qué legado perdurará para que las personas que vivan dentro de 10.000 años sepan cómo es hoy en día la Tierra?

Bóveda en el hielo

La Global Crop Diversity Trust (Crop Trust) es una organización internacional sin ánimo de lucro que trabaja para la conservación de la diversidad de cultivos con el fin de garantizar la alimentación mundial. Tiene su sede en Bonn, Alemania, pero actúa en todo el planeta con diferentes proyectos que conciencian sobre la importancia de la optimización de las plantaciones de una manera responsable.

En 2008, fruto de un acuerdo con el Gobierno de Noruega y el Banco Genético Nórdico, se inauguró en un archipiélago inhóspito el Banco Mundial de Semillas de Svalbard, a 1.300 kilómetros del polo norte. Esta instalación está construida bajo una montaña, de manera que no se ve afectada por terremotos, es impermeable a la actividad volcánica, así como a posibles subidas del nivel del mar causadas por el deshielo de los casquetes polares. En principio, no se vería afectada por ninguna otra catástrofe natural e incluso se dice que saldría indemne de un ataque nuclear.

Pero la bóveda de Svalbard no se creó para que fuese un as en la manga en el caso de que se diera un episodio apocalíptico. Su función atiende a necesidades más reales y cotidianas. En su interior se guardan muestras de semillas de cultivos de todo el planeta. Su objetivo es preservar una amplia variedad de semillas de plantas que son duplicados de las muestras de semillas conservadas en bancos de genes de todo el mundo. La bóveda de semillas es un intento de protegerse contra la pérdida de semillas en otros bancos durante crisis regionales o de gran escala.

La bóveda tampoco depende del suministro eléctrico, ya que el permafrost (la capa de hielo permanentemente congelada que cubre la montaña) actúa como refrigerante y mantiene en unas condiciones óptimas las semillas, que están perfectamente embaladas en paquetes y cajas. Las bajas temperaturas y el acceso limitado al oxígeno aseguran una baja actividad metabólica y retrasan el envejecimiento de las semillas, que pueden permanecer allí durante largos períodos de tiempo.

Esta instalación fue sufragada por el Gobierno noruego y el funcionamiento del Banco de Semillas corre a cargo de Crop Trust, que recibe importantes donaciones de estados de todo el planeta y de la Fundación Bill y Melinda Gates. Las muestras almacenadas en la bóveda de semilla son las copias de muestras almacenadas en bancos de genes. Los investigadores, instituciones y organismos que quieren acceder a las muestras nunca pueden entrar al depósito, sino que solicitan muestras en los diferentes bancos de genes.

La primera vez que el Banco Mundial de Semillas de Svalbard ha tenido que sacar muestras de su cámara fue en 2015. Se trató de muestras de trigo, cebada y pastos adaptados a las regiones secas de Oriente Medio para contribuir al traslado del banco de genes de la ciudad siria de Alepo, destruido por la guerra. Este mismo mes Crop Trust ha anunciado que ha ingresado en Svalbard un cargamento de 50.000 nuevas semillas procedentes de India, Líbano, Marruecos, Países Bajos, Estados Unidos, México, Bosnia y Herzegovina, Bielorrusia y Reino Unido. Este ingreso, que eleva las semillas almacenadas hasta las 930.821 muestras, se debe a la escalada de tensión y a la inestabilidad geopolítica en algunas regiones del planeta.

La humanidad dio un importante salto cualitativo cuando el hombre aprendió a cultivar y dejó de ser nómada. Ahora, en caso de apocalipsis, ya sabe lo que tiene que hacer para reinventar la agricultura: viajar a una isla del Ártico en busca de una bóveda enterrada bajo una montaña y hacerse una huertita con las semillas que allí se guardan como un tesoro.

El nuevo arca de Noé

Si la bóveda de Svalbard es una solución para evitar que los cultivos desaparezcan, en el caso de garantizar la perseverancia de los animales es algo más complicado. El profesor Bryan Clarke, la doctora Ann Clarke y varios colegas suyos de la Universidad de Nottingham iniciaron un proyecto llamado Frozen Ark (Arca Congelada) que trata de crear una colección de muestras de ADN de animales en peligro de extinción.

Todo comenzó con un estudio sobre la evolución de un caracol de tierra que derivó en un programa de cría en cautividad en el zoo de Londres para el cual se almacenaron y congelaron muestras de ADN de estos caracoles para preservarlas. Los científicos implicados en el trabajo se dieron cuenta de que con este proceso podían guardar muestras de ADN y gametos de todo tipo de animales que estuviesen en peligro de extinción. Eso les posibilitaba mantener una muestra de los animales para que generaciones futuras pudieran conocer esas especies posiblemente ya extintas.

La Universidad de Nottingham ha servido así de punto de coordinación de una red de 22 centros repartidos por Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Australia, India, Sudáfrica, Noruega e Irlanda. Entre todos ellos se trata de concienciar a zoológicos e investigadores de todo el mundo para que trabajen en la conservación de muestras de este tipo. Hasta la fecha se cuenta con 700 muestras almacenadas en Nottingham, incluyendo las de animales ya extintos.

Las muestras de ADN son conservadas a temperaturas por debajo de los 80 grados bajo cero gracias al nitrógeno líquido. Para regiones que cuentan con un suministro poco fiable de electricidad se trabaja en otros procesos que requieren etanol puro u otros productos.

Un legado para siempre

Mientras científicos de todo el planeta trabajan para conservar semillas y ADN animal por los tiempos de los tiempos, otros lo hacen para posibilitar que el conocimiento humano perdure con el paso de los milenios. En 1996 se creó The Long Now Foundation, una fundación que trabaja en la concienciación de la necesidad del pensamiento a largo plazo. Con el Proyecto Rosetta, por ejemplo, trata de dejar atrás el problema de la poca esperanza de vida de los soportes digitales (solo 30 años) gracias a unos discos de níquel que caben en la palma de una mano en los que se graban microscópicamente 14.000 páginas con información en más de 1.500 idiomas (sí, también está el Euskera). Dentro de 10.000 años alguien podrá coger este objeto y con solo una lente de aumento (x650) podrá leer, por ejemplo, la colección de literatura más grande del mundo, la curación conocida para las enfermedades que afectan a la humanidad o los planos para recrear la tecnología.

The Long Now Foundation lucha contra el cortoplacismo que impone la sociedad actual en todos los ámbitos. Por eso busca un símbolo, un icono que sirva para inspirar a esta y a las siguientes generaciones. Esa labor recae en el Reloj de los 10.000 años. Se trata de un mecanismo de 60 metros de altura que se está construyendo en el interior de una montaña de Texas y que, sin mantenimiento humano, marcará la hora y la fecha en los próximos diez milenios. Este artilugio, financiado en parte por Jeff Bezos, el fundador de Amazon, emitirá una melodía diferente cada hora durante milenios, y pretende ser un lugar de peregrinación que invite a la reflexión.

El primer prototipo a escala se presentó en 1999, a tiempo para el cambio de milenio, y hoy en día se conserva en el Museo de la Ciencia de Londres. El ejemplar final tendrá piezas realizadas en acero inoxidable y los componentes susceptibles de corrosión o de fusionarse por la fricción con el paso del tiempo estarán hechos de piedra y cerámica de alta tecnología.

Tal vez el reloj no consiga perdurar 10.000 años como pretenden sus impulsores. Es más, puede que para entonces no queden humanos a los que dar la fecha y la hora. Pero este gigantesco reloj construido en las oscuras entrañas de una montaña pretende ser una invitación a la reflexión a cada individuo que lo visite: “Si un reloj puede funcionar desde mucho antes de que yo naciera y seguirá haciéndolo mucho después de que todo el mundo se olvide de mi existencia, ¿por qué no intentar proyectos que requieran varias generaciones para ser terminados?”. La clave de todo está en la pregunta que hacía el virólogo Jonas Salk: “¿Estaremos siendo buenos antepasados?”.