Había terminado la jornada laboral y me encontraba en la fila de las cocheras esperando mi turno para repostar el autobús, como hacemos cada noche al finalizar el servicio de tarde. Uno de los surtidores no funcionaba y al pasar todos los vehículos por el que quedaba disponible, la cola se antojaba eterna. El estómago estaba comenzando a agitarse a través de sus movimientos peristálticos, lo que me provocaba una cascada de leves rugidos como consecuencia de una hambruna más que justificada tras más de 8 horas de turno.
Aproveché la lentitud desesperante para leer unos relatos cortos de misterio y terror que, la verdad sea dicha, me dejaban un cierto desasosiego y estremecimiento. A esto que, concentrado en la lectura y sumido en la oscuridad del autobús levemente iluminado por mi ebook, una mano se posó en mi hombro:
-¡Santo Dios bendito del Amazonas! -exclamé dando un salto en mi asiento, golpeándome la cabeza con el cuadro superior de instrumentos en la subida y clavándome el volante en dicha sea la parte a la bajada. Instintivamente di otro brinco y me puse en el pasillo armado con un bote vacío de batido Puleva.
-Lo siento, perdone. No pretendía asustarle -exclamó un chico delgado, pálido y de unos 20 años que a mi me pareció un espectro recalcitrante.
-¿Se puede saber qué haces ahí a oscuras? -le pregunté enfadado mientras me tranquilizaba, aun con el corazón en la boca por el susto.
-Es que me quedé traspuesto en el asiento del fondo y ahora al despertarme me he encontrado con que estoy perdido en el garaje de los autobuses -contestó-. Créame que siento haberle inquietado -y se agachó a recoger el libro electrónico que se me había caído con el sobresalto-. ¡Anda! Lee usted literatura de terror por lo que veo?
-Pues sí - y le arranqué el aparato de las manos comprobando que no se había roto-, ¿eso a ti qué más te da?
-Es que yo también soy un devoto y fiel seguidor del género -dijo entusiasmado-. ¿Sabía que tras el famoso libro de la inglesa Mary Shelley sobre el moderno Prometeo, llevado al cine con gran éxito, luego se hizo una segunda parte titulada La novia de Frankenstein?
-Eso qué tiene ahora que ver? -respondí aún confuso.
Pero el viajero rarito continuó con sus disertaciones:
-No solo fue una película mítica, sino que además se basó en un monstruo femenino, hecho de retazos, desproporcionado e irregular, pero que era natural? ¡De las islas Canarias!
-Anda, bájate del bus que creo que no estás en tu sano juicio -le contesté asqueado abriendo la puerta-. ¿Cómo va a ser de Canarias la novia de Frankenstein?
-¡Claro! -me respondió-, ¿no era acaso de Formentera?