Hay una pareja de jubilados mayores que monta en la línea 8 y que son encantadores. Siempre van juntos y cada día se muestran un cariño y un respeto ejemplar. Son amables, educados y, además, suelen obsequiarme con un caramelo. Un día que iba sólo el hombre, le pregunté por su mujer:
-No le pasa nada, gracias joven -me dijo-. Ha ido a comprar unas alubias de Tolosa al mercadillo y nos esperará unas paradas más adelante.
-Se me hace raro verles separados -añadí-.
-Muy cierto. Llevamos casi 50 años juntos y la verdad poco nos hemos distanciado desde que nos conocimos -respondió sincero-. Vivíamos en Abetxuko. Todos los días coincidíamos en el autobús que nos bajaba a la ciudad, ya que entonces no existía el tranvía, ese gusano verde de acero que tanto ruido hace al pasar. Yo acudía a mi trabajo como aprendiz de maestro industrial en Ajuria, la fábrica de maquinaria agrícola; ella a una tienda de ropa como modista. Día a día, a la misma hora, montábamos en el bus y yo notaba que sus ojitos tiernos me miraban. Al cabo de unos meses me armé de valor para pedirle matrimonio tras convertirme al cristianismo, porque yo era ateo de nacimiento...
-¡Qué me dice! -intervine encantado-. ¿Y todo salió bien?
-¡Que va! -continuó-. El día que me decidí, puse una rodilla en tierra y en el medio del autobús comencé a declararme con unos versos de Rosalía de Castro, porque sepa usted que soy un amante devoto de la poesía. Y en esas que el conductor tomó una curva cerrada y me fui a hacer puñetas escaleras abajo del vehículo, que entonces tenían escalones.
-Caramba -exclamé decepcionado-. Pero, ¿se comprometió usted?
-Sí, aunque tardé casi un año porque me hice un esguince y estuve dos semanas encamado. Otra vez al conductor le dio un cólico nefrítico y tuvimos que auxiliarlo; luego me cambiaron el horario; más tarde ella dejó el trabajo en la sastrería y entre pitos y flautas no coincidimos hasta marzo del año siguiente. Entonces yo que llevaba todos los días el anillo de pedida por si acaso, se lo planté en el dedo aprovechando que el chófer, con el beneplácito del los viajeros, decidió parar en el arcén para que por fin pudiese cumplir mi deseo?
-¿No es aquella su mujer? -interrumpí al ver a la susodicha en una esquina-.
-Pues sí que lo es. Me temo que no se ha dado cuenta de que ahí no hay ninguna parada.
Y pasamos de largo dejándola con la mano levantada mirando incrédula mientras nos íbamos. El hombre, tras unos momentos de duda, se puso hierático y recitó:
-Qué cruel puede ser el destino, que tristes cosas nos depara; el bus que unió nuestro camino, hoy raudo llega y no se para?