La más siniestra y oscura etapa del viaje de miles de refugiados se concentra aquí, en una cala de no más de sesenta metros de largo. Las dimensiones de este embarcadero son ridículas. Ni siquiera caben más de tres lanchas neumáticas al mismo tiempo. Sin embargo, es el punto clave de un negocio que mueve hasta tres millones de euros en un día y el ojal por el que supuestamente han pasado durante 2015 cerca de 500.000 personas hacia la isla griega de Lesbos. Más de 88.000, tan solo en lo que llevamos de año 2016, según datos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
“¡Sentaos, sentaos! ¡Quietos aquí!”, grita con tremenda agresividad uno de los traficantes que ha logrado organizar a unas treinta y pico personas. En la mano lleva un tubo de plástico que doblado por la mitad usa como látigo para azuzar a su “lote” de pasajeros y que atiendan sumisos a sus indicaciones. Los tiene sentados de cuclillas frente a él, atemorizados, en un extremo de la orilla. Apiñados sobre un barrizal. La escena solo puede describirse como la de unos negreros del siglo XXI.
“¿Y tú qué?”, increpa a uno que está sentado junto al grupo. Balbucea algo y recibe un latigazo para que no se mezcle con los que embarcarán inmediatamente. El orden aquí se impone a golpes. A dos metros, una madre con dos nenes observa la escena. Su hija juega distraída con unos calcetines abandonados. El suelo es un tapiz de restos de ropas y bolsas que atufa a humedad, podredumbre y excrementos. “Guarda el teléfono. Fotos, no. Si te lo ven te pegan y te lo rompen”, advierte apurado un muchacho ya con su chaleco salvavidas. En este lugar no se toman fotos, ni se hacen selfies. Es la antesala inmediata a cruzar el Egeo. Al frente, con perfecta nitidez, se perfilan las montañas de Lesbos y tintinean las luces de los pueblos griegos, la Unión Europea. Entre medio, diez kilómetros se mar.
La geografía ha obsequiado a las mafias de Turquía con un escenario idóneo para su millonario negocio. Dieciséis kilómetros de litoral, jalonados por riscos, con dos pueblos diminutos entre medio y un par de playas en las que se asientan hoteluchos, bungalós y campings destartalados. Los refugiados aquí son invisibles.
mil personas al día Tan solo una Renault Kangoo que trota carretera abajo desde el castillo de Assos-Behramkale delata este negocio: carga con los paneles y el motor para montar una lancha. Al atardecer, ya pequeños grupos de refugiados son conducidos muy discretamente por caminos secundarios, a través extensas fincas privadas de olivos y arbustos de coscoja, por los que se accede a estas calas.
Desde primera hora de la mañana salen constantemente barcas hacia Grecia. En la lejanía, solo son siluetas negras que salen como flechas disparadas desde las rendijas de los acantilados. Todo parece tan precario que nada hace sospechar cómo de ajetreada es la bahía de los traficantes. Un promedio de mil personas al día se lanzan en viajes clandestinos desde aquí. El 12 de marzo de 2016, a ocho días de que entrase en vigor el acuerdo de la UE con Turquía, fueron más de 1.300.
La cala es un mordisco en la piedra, una medialuna cerrada por dos salientes elevados. Lo más rocambolesco es que está situada a tan solo 900 metros en línea recta de la comisaría de la policía más cercana. De hecho, paseando desde la playa, es el de la gendarmería el último edificio de este pueblo turco que hay hasta aquí.
Sobre un primer promontorio rocoso, un joven de barbas estilo hipster y bañador azulado custodia el lugar. Tras esas rocas, se abre la bahía. El trajín es impresionante: más de doscientas personas esperan a embarcar. Desperdigadas por todos lados. Una ruidera de voces. Unos suben, otros bajan. Se hacen señas. Similar jaleo al de una estación si no fuese por los tipos que descienden un motor desde una colina, mientras otros cargan a hombros una lancha neumática negra en procesión, como si fuese un féretro.
Todo es desconcertante. Lo mismo cruza un niño gordo que ha fabricado un salvavidas colgándose del cinturón media docena de manguitos y flotadores con dibujos infantiles, que aparece uno de los capos mafiosos. Un canoso con cazadora beis y una pistola amarrada al cinturón, que brilla con el sol: que se vea bien. Saluda a uno de sus subordinados, un joven que va armado con otra pistola y un enorme cuchillo militar.
Aparentemente se trata solo de intimidar y que parezca que hay cierta jerarquía. Sin embargo, últimamente las mafias sospechan que vienen días de cambios en su gran negocio y todo se empieza a desmadrar. A principios de octubre en una trifulca, un traficante disparó e hirió a dos refugiados al subir a un bote; otros mafiosos acabaron con su díscolo compañero de un tiro en la cabeza.
heridos y robados Gittan Norder, una enfermera sueca que ha viajado hasta Lesbos como voluntaria, asegura que a menudo ha curado heridas de cuchilladas y cortes que los mafiosos han propiciado a los refugiados. Además de robarles pertenencias o amenazarles. Episodios similares han sido corroborados y denunciados públicamente por Peter Bouckaert, el director de emergencias de Human Rights Watch.
“Si hubiese otra forma de viajar, no lo haríamos así”, reflexiona Taher, un estudiante de farmacología de 20 años de Damasco que acaba de cruzar. En su pasaje, un hombre se asustó y decidió no embarcar con su familia. Los traficantes le amenazaron a punta de pistola y le advirtieron que no le devolverían el dinero.
Un compañero de Taher recuerda que el ferri que cruza legalmente desde la ciudad turca de Ayvalic hacia Lesbos solo vale 25 euros y va medio vacío. Sin embargo, no hay posibilidad para ellos de obtener un visado para Europa. Han pagado 900 euros por este arriesgado trayecto. Ha sido un precio de oferta porque las condiciones meteorológicas no eran buenas. Muchos otros pagan hasta 1.500 euros por pasaje.
Todo en este viaje es muy diferente a lo que les prometieron en el Grand Corner Café de Esmirna, donde lo contrataron: ni durará 20 minutos, ni las barcas son de 12 metros. Son lanchas hinchables de 9 o 6 metros para más de hora y pico de travesía. En cada barca viajan unas treinta personas, aunque las hay hasta de 50.
los niños, en el centro Por eso, el momento de mayor violencia es precisamente el embarque: el mafioso se sube abordo y como un auténtico esclavista coloca a los pasajeros a su antojo, atizándoles con un remo. Primero, completa el anillo exterior de la embarcación. Esos pasajeros quedarán a merced del oleaje, llevan medio trasero fueraborda en un bote que no levanta más dos palmos sobre el nivel del mar. Los niños viajan en el centro, más protegidos, menos expuestos.
Al poco rato se descubre lo evidente: la lancha está completa y aún queda una docena de pasajeros fuera. No caben. El hacinamiento es dramático. Otro contrabandista les quita las mochilas y las arroja al mar para aligerar peso. Desesperados, algunos refugiados tratan de subir cerca del motor. El del remo les golpea. Una y otra vez. En la cabeza. De pronto, las hélices comienzan a funcionar. Huele a gasolina y una humera negruzca hace avanzar la barca a trompicones. El mafioso gana. El puñado de pasajeros sobrantes queda atrás flotando. Derrotados y magullados ven como su barca se aleja hacia Grecia sin ellos.
Poco después, el contrabandista que ha encendido el motor -un joven en calzones de Armani- se zambulle en el mar y abandona a su suerte el bote. Los pasajeros han escogido entre ellos a un improvisado capitán que con unas vagas indicaciones tratará zozobrar con éxito hasta las costas de Europa.
Algunos de esos capitanes, como Mokhtar, vienen de países sin mar como Afganistán. “Tan solo me había bañado en el río en mi pueblo, no tengo idea de navegar: me dijeron que mantuviese recto el timón y fuese hacia las luces”, narraba ya a salvo en Mitilini, la capital de Lesbos.
La fragilidad de estos botes, lo improvisado de estos viajes y el minúsculo tamaño de estos puertos marca una grotesca desproporción con el que ya es el mayor éxodo humano de la historia, los multimillonarios presupuestos de la UE en seguridad de fronteras y los sofisticados radares y barcos militares perfectamente equipados. El tráfico de personas aquí tan sólo puede sostenerse con el compadreo y la conveniencia pactada entre autoridades locales, policía y mafias. Que en lugares como Assos es manifiesta.
Tan solo 48 horas después de que la UE anunciara su primer pacto de 3.000 millones de euros para que Turquía frenase la llegada de personas a las costas griegas, el 1 de diciembre de 2015, entonces sí, un dispositivo especial de la gendarmería turca detuvo a 1.400 personas en el distrito de Ayvacik, al que pertenece Assos. Allí, familias sirias, afganas e iraquíes fueron detenidas junto a tres supuestos mafiosos. Se incautaron armas, cuatro barcas y seis motores para lanchas. Además, se halló el cadáver de un varón, que se cree era un pasajero, según relató la agencia de noticias turca DHA.
Durante 2016 se han desmantelado algunos de estos embarcaderos clandestinos, pero han surgido otros más abruptos y peligrosos; donde se sigue tratando a los refugiados con ferocidad. Si los muros, el control militar o incluso las muertes y las deportaciones sirviesen para impedir el tráfico de personas; este flujo se hubiese detenido hace tiempo. Pero las barcas no dejan de llegar a Grecia. Es un negocio y todavía existe demanda.
nuevas rutas De hecho, muchos traficantes buscan nuevas rutas, han mejorado su oferta y fletan ya viejos yates a punto del desguace y grandes barcazas de madera desvencijadas. Garantizan una mayor y aparente estabilidad, sin embargo los pasajeros van igualmente hacinados. En lo que va de 2016, cerca de 360 personas han muerto ahogadas en esta franja de 7 millas náuticas, apenas 12 kilómetros de mar. Más de la mitad eran mujeres y niños. Familias.
Nasir, un exbanquero afgano rechoncho y cuarentón, apenas se ha apeado de la barcaza de neumático negro con la que ha llegado a Lesbos y se ha echado a llorar. Abraza a su madre, a sus hijas. Y se tumba sobre las piedras de la playa, sofocado. Mohammad, su sobrino, cuenta que en Herat han dejado a parte de su familia, donde su padre es vicedecano en la universidad y estaban perseguidos. Y asegura que después de huir de Afganistán, lo peor de este viaje han sido las costas de Turquía.
“Nos han tenido cuatro días escondidos en el bosque, sin comer, sin agua. Solo un poco de pan. Tenía mucho miedo por mis primas y mi madre. Nos han pegado y amenazado, nos han robado. Ahora gracias a Dios ya estamos a salvo”. En Europa. Lo cuenta apoyado en un muro de piedra en Eftalou, Lesbos. Mientras mira de frente y señala a esa otra orilla. A la que centenares de voluntarios y periodistas miran y han mirado durante meses pasmados desde las costas de Grecia cuando ven llegar las barcas hinchables, sin saber lo que ocurre allí. Al otro lado. Esa otra orilla adonde la UE pretende devolver a miles de solicitantes de asilo, con la pretensión de que es “un lugar seguro”.