Doscientas cincuenta tiendas de lona se extienden sobre la explanada de Stoneham para acoger a los refugiados. Más de 4.000 niños, algunas mujeres y muy pocos hombres. Las familias, muchas simples grupos de personas sin más lazos de sangre que juntarse camino al exilio y huir de las bombas, cocinan a la intemperie. Sanan sus heridas en dispensarios médicos bajo carpas de Cruz Roja, cambian sus ropas roídas por otras que la caridad les hace llegar al abrigo de mantas donadas y fogatas.
El prado que acoge a los refugiados se ha montado en dos días y los problemas de higiene se hacen notar enseguida. Los médicos ingleses denuncian el hacinamiento en las tiendas, la falta de agua y las precarias condiciones de vida. Advierten de que la comida escasea y algunos refugiados tratan de conseguir o mendigar pan en cercana ciudad de Southampton o que entre los niños se puede extender ya a los pocos días epidemias como la difteria.
Los refugiados tratan de apañar sus tiendas con arbustos o materiales cercanos. Es todo provisional, nadie espera quedarse mucho tiempo allí. Llegan a centros de recepción, les toman huellas y se registran. Esperan volver pronto a casa. Para muchos pasarán, aún no lo saben, dos años hasta que puedan regresar. Muchos otros, no volverán. El viaje ya ha sido insano y peligroso. El viejo buque de vapor Habana que tiene capacidad para 800 pasajeros ha viajado de milagro desde Bilbao con 3.840 niños, 80 profesores, 120 asistentes, 15 curas y dos médicos sorteando los ataques y una cubierta atestada de gente. Era el 23-05-1937.
Mientras la frontera terrestre, nuestros Pirineos, era un incesante y épico ir y venir de familias, milicianos pero sobre todo niños, que era llevados a campos de refugiados primero y campos de concentración después.
Lillian Urmston, una joven enfermera de 21 años que servía como voluntaria en la British Medical Aid Unit en la Guerra Civil española, narra cómo ayudaban a pasar a los refugiados más malogrados, heridos o exhaustos la frontera hacia Francia por la cadena montañosa.
“Lo que hemos visto durante estos días que nos hemos retirado de España, las experiencias que hemos vivido en el campo de concentración de St. Cyprian, cerca de Perpignan, creo que nunca las olvidaré. Los últimos días que he pasado en España, tan cerca del frente, a la vista de los Pirineos, han sido totalmente horribles. El trabajo operativo se ha hecho, y de forma eficiente, en casetas cercanas a las carreteras. En innumerables ocasiones, nos topamos con familias de refugiados heridos que trataban de huir seguros. Cuidamos de ellos y los dejamos con nosotros si están seriamente heridos?”.
“Esperábamos que Francia abriese las fronteras y recibiese a los refugiados, soldados y heridos, para prevenir una masacre. Esperábamos simpatía y un trato humano. Ni lo uno ni lo otro. La vigilancia con cientos de guardias armados hace que toda la gente que llega en Francia entre al campo de concentración. El nuestro era una estrecha franja de arena desierta, bordeada por una formidable verja de espino. Los heridos podían pasar hasta seis días sin tratamiento. No estábamos autorizados para darles tratamiento médico. Una pequeña fuente da agua para 15.000 o 20.000 personas. Y la comida no se proporciona hasta el quinto día?”.
Durante la II Guerra Mundial, Urmstron fue enfermera jefa en el frente con el Ejército Británico. Fue evacuada en la batalla de Dunkerque aunque sirvió después en Egipto, Sicilia, Siria e Italia, donde fue herida por metralla y sufrió heridas en la espina dorsal de las que nunca se recuperó. En el hospital conoció a su marido. Trabajó como periodista muchos años, vivió en Kuala Lumpur y hasta su muerte en 1990 ayudó a las prostitutas de Singapur a formar una sindicato por sus derechos.
Las imágenes que los reporteros de la época tomaban pronto se convirtieron en el icono del éxodo de una guerra, como de la un padre cruzando los Pirineos con su hijo a horcajadas, cubierto por mantas y con nieve hasta la rodilla. O la imagen de un improvisado campo de refugiados en Gibraltar.
El mismo 20 de julio de 1936 cientos de personas atemorizadas por los disparos empezaron a cruzar por Algeciras y la Línea de la Concepción en barcazas de remo y como podían hacia el Peñón. Mil personas arribaron a la roca británica esa misma noche y durante las semanas siguientes fueron casi 4.000. Muchos se escondieron en cuevas, se alojaron en barracones de pescadores o se establecieron en la playa hasta el que gobierno británico les proveyó de tiendas de campaña y cocinas de rancho. Unas 10.000 personas se desplazaron y refugiaron en Gibraltar durante el conflicto. Durante la Guerra Civil más de medio millón de personas cruzaron hacia Francia y unos 30.000 niños y niñas fueron evacuados a Reino Unido, Francia, Bélgica, URSS o México.
Setenta y siete años separan esas imágenes del campo de refugiados de Stoneham de los improvisados campamentos en Calais o en las fronteras de Hungría, Grecia y Turquía. O la semejanza evidente del viaje de aquel atestado buque bilbaíno de las pateras y esquifes que en el mar Mediterráneo rescata casi a diario hoy, en 2015, el buque de Médicos Sin Fronteras, el Dignity I. La vida en los campos de refugiados y en la huida, en los de entonces y en los de ahora, apenas ha cambiado: es de pura resistencia, lo que mueve a salir de tu casa un buen día con lo que llevas en los bolsillos es la desesperación y el ímpetu de la huida. La promesa de un lugar seguro.