Estamos acostumbrados, lamentablemente acostumbrados, al goteo de muertes en accidente en fines de semana, operaciones salida o en un martes cualquiera. La DGT cuenta los muertos con exactitud rutinaria, funcionarial, y la ciudadanía superviviente ojea el recuento casi sin inmutarse, como si oyera llover. Sólo entre la familia y el entorno de los cadáveres se siente esa pena abrumadora, definitiva, porque han sido objetivo de la desgracia. La sociedad soporta estoica ese goteo habitual y, por supuesto, las autoridades, competentes o no, pasan página hasta el próximo recuento.

Sin embargo, no podemos evitar un estremecimiento cuando la suma de ese goteo semanal se acumula en un solo día, en un solo momento, en un solo terrible accidente. La cantidad de muertos, ciento cincuenta en este caso, puede ser la misma que se acumula en unos pocos meses con puente. El dolor aislado de las familias destrozadas en cada uno de esos casos es el mismo. Pero cuando ese centenar y medio de personas se convierten en cadáveres en un mismo desastre, en el mismo día y hora, el impacto que produce en el ánimo de la sociedad es diferente, la conmoción es generalizada, el despliegue mediático traslada una sacudida que conmueve a amplios sectores de la ciudadanía sacándoles de su habitual indiferencia.

Estas muertes agrupadas en un mismo horror estremecen de manera muy diferente, porque casi involuntariamente provocan una sensación de avidez por los detalles. Viajar en avión es ya una actividad que alcanza a la práctica totalidad de la población, ya sea por motivos de ocio o de trabajo. Se trata de una modalidad de transporte que resulta especialmente atractiva para los jóvenes, teniendo en cuenta que para ellos viajar es una de sus más deseadas opciones de ocio. Precisamente para facilitar esa afición surgieron los vuelos low cost, modalidad económica a la que pertenecía el Airbus A320 de la compañía Germanwings que el pasado martes se estrelló en los Alpes franceses.

Independientemente del dolor inconsolable de los directamente afectados, de esas ciento cincuenta familias que todavía están intentando hacerse a la idea de lo que les ha ocurrido, la inmensa mayoría de las personas que viajan o han viajado en avión o, sin más, quienes en su familia tienen padres, hijos o hermanos que con frecuencia usan esa forma de viajar, cuando ocurren desgracias como la vivida esta semana no pueden evitar el estremecimiento de lo que pudo haber sucedido o puede suceder, del escalofrío al cruzar aquellas turbulencias, del recelo más o menos disimulado en el momento del despegue o del aterrizaje.

Las muertes colectivas concentradas en un mismo accidente, provocan reflexiones sobresaltadas a la búsqueda de detalles como los que no embarcaron por casualidad, los que lo hicieron también por puro azar, el grupo de escolares de intercambio, los bebés y sus padres, esos minutos de un avión en caída libre a la espera inexorable del impacto? El horror, la angustia incontenible de los seres queridos que se estremecen sólo de imaginar lo que pasó por las mentes y los sentimientos de los que hubieron sido conscientes de lo que les estaba ocurriendo a los ocupantes del avión.

Son ciento cincuenta muertos, contados de una sola vez y no por unidades ni por semanas. Es una muerte masiva, detalle difícil de soportar por la sensibilidad ciudadana. Por eso, la conmoción causada precisa encontrar las causas, los culpables o, al menos, los responsables para que el duelo quede definitivamente cerrado.

En este caso, sin embargo, la investigación acelerada del origen del desastre ha añadido una mayor dosis de desconsuelo a las familias y allegados de las víctimas. El hecho de que el aparato se hubiera estrellado por la acción deliberada del copiloto acrecienta hasta el estado de shock el dolor de quienes ya venían afligidos por las consecuencias de un previsible fallo humano o técnico. Fue una persona humana la que, por propia voluntad, llevó a la muerte inapelable a las 149 que estaban a su cargo dentro del avión. Y esa decisión premeditada del joven copiloto Andreas Lubitz, además de añadir daño a la angustia de los familiares, aumenta el estupor, la impotencia y la desconfianza de quienes por ocio o por trabajo necesitan valerse de ese medio de transporte. Podrán ajustarse al máximo los sistemas técnicos de seguridad, pero no es fácil garantizar en su totalidad el perfecto estado psicológico de quienes están al mando del avión. Y eso preocupa, atemoriza a los usuarios.

En estos casos de catástrofe, de dolor amplificado mediáticamente hasta el agotamiento, entran también en escena los políticos que se empeñan por transmitir a las diversas sociedades afectadas por el duelo su gesto solidario, sus agendas interrumpidas, sus tres días de luto oficial, sus corbatas negras y su gesto afligido. Es lo que toca. Por supuesto, esa exhibición de sensibilidad ni siquiera asoma cuando se trata de los centenares de muertos gota a gota en las carreteras los fines de semana. Es lógico, porque tampoco esas muertes persistentes pero aisladas producen ese impacto de sensibilidad en el conjunto de la sociedad.

Y es que estas muertes en grupo, en el mismo día, en el mismo momento y en el mismo impacto son mucho más crueles y así las percibimos.