Araitz, Ixone y Unai no se duermen en los laureles, aunque la mayor alguna vez se haya echado alguna cabezadita en clase. Van al colegio, a judo, a terapia... “Trabajan como auténticos leones para estar enganchados a la vida. Son mis grandes héroes”, dice orgullosa Naiara García de Andoin, su madre. Todo esfuerzo es poco para plantarle cara al síndrome de Sanfilippo que les fue diagnosticado a los tres a la vez el año pasado. “Estamos luchando muchísimo para notar lo menos posible ese deterioro. No obstante, siempre hay pequeñas cositas en el día a día que te indican que ahí está una enfermedad neurodegenerativa acechando y haciendo de las suyas, pero la verdad es que ellos ponen el mil por mil de su parte”, recalca.
No hay más que ver a Araitz, recién salida del colegio Cervantes de Bilbao, donde están matriculados, camino de la terapia. Su madre tira suavemente de ella, le canta mientras cruzan de acera, le da palmaditas en el trasero para que suba un escalón y luego otro y otro más.
Es como un ascenso imaginario al Gorbea. Y así todos los días para ejercitar bien los músculos y no ceder ni un milímetro de terreno más del inevitable a la dichosa enfermedad. Antes de despedirla, le acaricia la herida que tiene entre las dos coletas. “A veces pierde el conocimiento, se cae para atrás y se golpea”. Lo dicho, que el síndrome deja huella.
Pese al fatal pronóstico y la evidencia de que sus hijos van olvidando lo aprendido, Naiara no se da por vencida. “Muchas veces tenemos un diagnóstico y somos nosotros mismos los que nos ponemos barreras. No quiero que por mí piensen que no pueden. Lo tienen que intentar todo”, afirma. Y en esas están, cada uno dentro de sus posibilidades. Araitz, de 8 años, hace tiempo que se descolgó de sus compañeros, pero sigue intentando frenar su pérdida de habilidades en un aula del centro destinada a alumnos con necesidades educativas especiales. “Están cinco niños, cada uno con su problemática. Para la estimulación es muchísimo mejor, pero pierden el contacto con otros niños que a veces tiran de ellos, les ayudan, hacen de papás... A los niños les gusta porque, en cierto modo, se sienten importantes y a mí me encanta, porque son niños arrastrando a otros niños para jugar”, explica Naiara.
Ixone, de 5 años, y Unai, de 4, siguen integrados en sus respectivas clases. “Es evidente que el tren va demasiado rápido para Ixone, pero sus compañeros hacen muchísimo para que ella se monte, con lo cual solo falta poder parar la enfermedad y dedicarse luego a recuperar. Unai aún no ha perdido el ritmo de su clase y estamos intentando que no se desenganche”, resume su madre.
“El rechazo duele” La Plaza Jado y las manzanas adyacentes conforman el centro neurálgico de la familia, que se tiene trilladas las calles de casa al cole, del cole a las terapias, de las terapias a la plaza y viceversa. En fin, una complicadísima agenda imposible de memorizar para un recién llegado. “Para mí es fundamental que en el mismo día pueda hacer ocho cosas a la vez. Corriendo, pero llego”, señala Naiara, que aprovecha los intervalos entre una cosa y otra para hacer las compras y prepararles comida ecológica con la que combatir las diarreas. “Un comedor de cole es lo más alejado de la comida que les doy”, subraya.
Del colegio Cervantes admira la sensibilidad que tienen con la diversidad. “Cada uno es cada uno con sus circunstancias y me encanta. Ya me gustaría que en todas partes fuera así porque no te encontrarías las situaciones que te encuentras, que a veces hay niños a los que estrangularías”, se sincera.
A sus hijos no les resulta nada fácil granjearse amistades por la ausencia de comunicación. “Los niños esperan que les respondan igual que harían ellos. Como no lo hacen, no piensan que es porque no pueden, sino porque no quieren. Algunos te preguntan: ¿Por qué no me habla? y otros sacan conclusiones: No me habla porque es un idiota. O estás delante para explicárselo y lo quiere entender o no hay nada que hacer. Eso hay que trabajarlo en casa, en el cole y en todas partes. Es la asignatura pendiente”, lamenta Naiara. También hay adultos, asegura, que no están a la altura de las circunstancias. “Si tienes un buen día, lo aguantas todo, pero como lo tengas malo y veas una mirada de esas, tienes que respirar hondo para tirar para adelante”, confiesa.
Ajenos a los convencionalismos sociales, los niños se acercan a los viandantes, los tocan e incluso les pueden llegar a coger de la mano en los pasos de cebra. “No estamos acostumbrados y la primera reacción es de sorpresa porque te están invadiendo tu terreno. Pero hay gente que, después del primer pronto, sigue con la cara de puerro. ¡Que es una niña, que no le va a pegar el tifus, haga el favor!”, implora.
El mal gesto hiere más que un sopapo en carne propia. “El rechazo duele y más si es en la figura de tus hijos. No hay madre loba que no estuviese ahí, pero no pasa mucho. Son casos puntuales”, aclara. De hecho, lo que normalmente reciben cuando patean sus calles de cabecera son muestras de cariño. “Con todo el apoyo que ha habido lo que me encuentro es todo lo contrario: Hombre, Unai. Y dices: Si no lo conozco de nada. Y él a ti igual tampoco, pero al niño lo conoce perfectamente. Ese cariño que se siente es más que cualquier día puntual que te puedas enfadar. El día malo es aislado, como los ladrones que vemos en la tele, las tarjetas negras y demás. Lo que pasa es que te duele más que cinco días buenos”.