bogotá. "Gracias a Dios que fueron tres varones"... Elisa ha sabido ocultar a sus tres hijos la violencia sexual y psicológica sufrida durante muchos años por guerrillas y paramilitares, y termina su relato diciendo: "Ya no me da pena hablar, una saca lo que tiene y descansa". Para los 14 años ya traficaba con la coca, era lo que se llama una "mula" y llevaba el material camuflado en cuadernos del colegio. Procedía de una familia humilde, conoció a un narcotraficante que paseaba un bonito coche, y ella también quiso darles a los suyos una "vida mejor". En ese empeño se trasladó hasta el sur de Bolívar, trabajó sin respiro en los laboratorios, dentro de la "cocina" donde se fabrica la pasta; así mandaba dinero a casa. A los 18 años se casó con un narcotraficante con el que llegó a montar su propio negocio; ambos se hicieron cargo de un laboratorio. Tuvieron casa, ganado, carros... y tres hijos. Primero la guerrilla y luego los paramilitares empezaron a controlar las rutas de paso del narcotráfico a los grandes comerciantes. Y así empezó el pago de las "vacunas", la extorsión. Las disputas entre los dos grupos degeneró en un infierno de muertos y "cadáveres por las carreteras que había que tirar al río". Ya no vendían la droga sino que trabajan para ellos, "nos tenían sometidos". Un día le advirtieron que no había plata, que no pagaba la vacuna, y la guerrilla la mantuvo secuestrada durante 48 días. Después supo que su marido no pagaba la cuota y gastaba el dinero en prostitutas.

Negoció con los guerrilleros un cargamento de material y plata a cambio de su liberación bajo la amenaza de quitarle a los hijos si no obedecía. Después fue retenida ocho días por los paramilitares que abusaron de ella. "Los dos bandos cuando querían tener sexo me dejaban mensajes y tenía que ir a estar con ellos durante días, cuatro horas a pie", explica. Fueron cinco años de sometimiento como esclava sexual que hoy relata como un episodio más de aquel terror. "A mis hijos les decía que me iba a trabajar y les ocultaba las violaciones".

Fue en 2005, en el momento en que quisieron reclutar a sus hijos ya adolescentes cuando decidió desplazarse a Cúcuta dejando atrás todo lo que tenía. Para entonces ya se había separado. Allí rehizo su vida con sus hijos, de la nada, buscando ayuda, trabajando en casas, limpiando,... Sus hijos hoy tienen 21,18 y 16 años, estudian o trabajan pero "han pasado lo peor". En este momento de mayor respiro Elisa ayuda a otras 42 mujeres que han sido víctimas de la violencia sexual a través de la asociación Justicia y Paz. Apoya a esas madres a las que les cuesta mirar de frente a sus hijos, fruto de violaciones de soldados, "porque les recuerda el momento de la agresión pero que no tienen la culpa de aquello...".

El caos en los campamentos Ana trabaja en lo que en principio fue un barrio de invasión que finalmente se legalizó. Recuerda emocionada que fue un trabajo duro con más de 650 familias, la mayoría víctima del desplazamiento forzoso, y con apoyo del Servicio Jesuita a Refugiados. Fueron creando grupos y espacios para jóvenes, niños y mujeres cabezas de familia... Ha montado talleres de empleo que han fructificado en una panadería y un taller de confección que dan empleo a nueve mujeres. "La mayoría de las mujeres salen del centro de migraciones y no saben a dónde ir, no encuentran trabajo y el tema de la vivienda está muy complicado. No sabemos que hace el Gobierno con la plata de las víctimas pero aquí no llega", abunda. Acceder a ayudas para alquilar una vivienda significa "agotar toda la tutela judicial de lo que se encarga el SJR", admite.

A los que visten uniformes y cargan con un fusil no les gustan los pelos de colores ni las mujeres que hablan de leyes. Todas las líderes con las que hablamos en el viaje con ALBEAN estaban amenazadas. Ana ha montado una guardería en el campamento de Los Mangos de Cicuta y le preocupa el hacinamiento de las familias. "Cuando hay intimidad, cuando los padres se pelean, todo lo graba el niño... el conflicto que viven sus padres", subraya.

Otra de las víctimas que trabaja con desplazados ha hecho la ayuda a otras mujeres su coraza. Mataron a su hermano, luego a otros familiares, "llegaron los paramilitares y creían que nosotros éramos guerrilleros". Tuvo que salir de Barrancabermeja donde era líder en un colectivo feminista y fue amenazada. Sus cuatro hijos y diez nietos eran objetivo militar. En 2004 se fue a Cúcuta donde trabaja con desplazadas en proyectos productivos.

Olga no es víctima pero también trabaja con mujeres desplazadas y desaparecidas, las que el Estado no reconoce. "Para ser reconocidas tienen que señalar y testificar qué grupos armados estaban detrás, pero saben que todavía pueden estar cerca y tienen miedo a denunciar". En San Pablo (sur de Bolívar), Julia como madre de cuatro hijos se alegra de que los mayores estudien fuera de la región. "Aquí los grupos armados nos están amedrentando con el pago de impuestos a los campesinos que se dedican a la minería. Nadie se atreve a denunciar porque les amenazan y el Estado quiere acabar con los mineros", admite. "El problema es que muchos chavales a los 18 años no tienen nada que hacer. Muy pocos salen a estudiar fuera, y muchos entran a delinquir, en drogas o en prostitución", reflexiona otra madre, que ejerce de maestra en San Pablo.