Valle de Tobalina. Si cierra Garoña, cierra el Valle", dice, resignada, Yolanda Cadiñanos a la puerta del colegio del Valle de Tobalina, donde estudian sus dos hijos, que recorren el patio con la merienda en la mano y el balón en los pies. Los niños, ajenos a lo que sucederá, siguen riendo en medio de la tarde de tejas grises y aire polar que anestesia los sentidos. Los mayores tienen la sonrisa congelada porque se impone el fundido en negro, la pesadumbre, la oscuridad. Les espera el luto cuando la central nuclear apague el reactor, previsto para esta noche, una semana antes de Nochebuena, donde no habrá silla para algarabía. "El problema es que no hay alternativa a esto. Salvo la central, aquí no tenemos nada", lanza Yolanda, que trabajó durante seis años en la instalación, en la columna de suministro de la zona. Su marido, Roberto Martínez, lleva veinte años en la factoría. Su cuñado también está empleado en la central. Así hasta una treintena de familias del Valle de Tobalina, donde las señales luminosas de los arcenes son para advertir de la presencia de corzos.

Las otras luces rojas gravitan sobre la aguja de hormigón, la chimenea, que gobierna la central, una fuente de energía en medio de ninguna parte. "Si se cierra, nos tendremos que ir del pueblo. Aquí no hay futuro y menos aún con la crisis. Si cierra Garoña, cierra el Valle". La frase de Yolanda serviría como epitafio para la lápida de la central nuclear de Garoña, donde cae la noche, fría, en su armazón, cuatro décadas después de su puesta en funcionamiento y agotado el ciclo vital de 25 años para la que había sido diseñada y construida. "Si al menos prorrogasen su funcionamiento durante algunos años...", suspira Yolanda, vecina de Quintana Martín Galíndez, donde reposa el Ayuntamiento del Valle de Tobalina, que aglutina una treintena de pueblos diseminados a orillas del Ebro.

En el consistorio, remozado en 2010, tan práctico (en unas estanterías surgen tres publicaciones sobre la energía nuclear) como agradable, se exponen amplias fotografías de distintos rincones del Valle de Tobalina. "Esto es muy bonito, tiene potencial", señala con orgullo Rafael Martínez, alcalde de Martín Galíndez, preocupado por el cierre de la central Garoña, cuyo asentamiento reporta vía impuestos y subvenciones el 70% del presupuesto del Ayuntamiento. De la anécdota a la categoría. "Las extraescolares de los niños del colegio las paga la central, que siempre se ha implicado en la prosperidad del Valle. Cuando se necesitaba algo, pagaba la central. La asociación de padres cuenta con una subvención de 26.000 euros", ratifica Yolanda.

Parador nacional Para entonces el profesor de inglés, que se desplaza desde Miranda de Ebro, entra en el centro escolar de ladrillo, donde estudian 47 niños, más que en el colegio de Frías, a siete kilómetros, con el que deberá fusionarse si los vecinos meten su vida en una maleta. "Si la gente se va del pueblo, se cerrará el colegio. No habrá cupo suficiente para mantenerlo abierto. Hay varias parejas en que los dos trabajan en la central", añade una camarera del hostal de Valle de Tobalina, acentuadas las ojeras por las arrugas del porvenir, por el "que será de nosotros". "Aquí todo gira alrededor de la central. Las excursiones que iban nos las mandaban aquí para serviles los menús. Además, los obreros que tenía que hacer trabajos en Garoña también dormían aquí".

En el Valle de Tobalina pocos duermen tranquilos porque a la central, con respiración asistida, le aguarda la extrema unción del Gobierno después de que las propietarias decidieran no pagar el impuesto sobre el combustible necesario para su funcionamiento y que supone 150 millones de euros. "Con Zapatero en el poder se pensó en un parador nacional como alternativa para atraer el turismo, pero fíjate cómo está los de los paradores", recuerda el alcalde en el salón de plenos, donde recibe a DNA. Asomado a la ventana, Rafael Martínez otea el horizonte y alarga la vista entre las montañas que perfilan los bosques, cuyos árboles están de mudanza, del verde al ocre, desnudándose. "Una lástima que el día sea nuboso porque las vistas desde aquí son espectaculares". Rafael es optimista, o al menos trata de no ceder frente al colmillo del pesimismo que se agolpa en las conversaciones que giran alrededor de la clausura definitiva de Garoña, una central que provoca más miedo y resquemor en la larga distancia. "Cuanto más lejos se está de la central, más preocupa a la gente", subraya el alcalde. "Sinceramente, creo que recibí más radiación con la radiografía que me hicieron que con la visita que hemos hecho a la central", ironiza un visitante a la central, que en la mañana de martes aún abría las puertas para mostrar sus entrañas a un grupo de empleados de un empresa de Burgos.

Gracias a la central Más cerca, a poco más de un palmo de la central, en Quintana Martín Galíndez, la energía nuclear no se debate por pura rutina, por cotidianidad y porque es la principal fuente de riqueza del pueblo, su razón de ser, aunque haya padecido varios incidentes en su extensa vida, estirada varios años. "Nunca ha pasado nada. Es muy segura. No tenemos miedo", añade Yolanda, que describe la instalación como la benefactora del Valle de Tobalina. "Vivimos de la central. Es la que da trabajo y no solo de manera directa. Lo que hay es gracias a la central". Incluso la demografía tiene su origen en el reactor. "Muchos matrimonios jóvenes nos quedamos aquí porque entendíamos que había futuro. El trabajo estaba garantizado y no nos faltaba de nada". No es complicado constatar esa afirmación. En una localidad de apenas 200 personas en invierno y en la que los paisanos charlan sobre lindes en el registro del Ayuntamiento, existe un polideportivo, un centro de salud, una farmacia, un hostal, dos restaurantes, un colegio, un albergue... También late el casino, donde se refugian del afilado viento que sopla con cuchillas, los más veteranos del lugar. La sobremesa, para jugar a las cartas, el azar entre manos.

En las del alcalde, Rafael Martínez, manos de alfarero, se cincela una misión: salir de ésta y combatir la ausencia de una estrategia de la Administración central y de la de Castilla y León para el día después al apagón. El regidor está dispuesto a agotar todas las vías y opciones posibles para mantener los puestos de trabajo el máximo tiempo posible. "Si finalmente se desmantela la central, intentaré que sean contratados los vecinos, la gente de aquí". Desarmar la instalación puede llevar una década de trabajo. El espacio que ocupa debe quedar "por ley", remarca Rafael Martínez, como estaba antes de que la central echara raíces en Garoña. "Solo pueden quedar edificios auxiliares, pero ninguno que haya tenido una actividad radiactiva", enfatiza el alcalde.

Afable, didáctico, el regidor enumera los retales que tratan de tricotar los años próximos del Valle de Tobalina. "Se ha puesto en marcha un albergue y un embarcadero en la zona de Sobrón, además está el tema de la caza... y hemos apostados por un parque empresarial de cuyas parcelas están ocupadas el 75%". El turismo en una región rica en fauna, bella en parajes, sosegada, aparece como un banderín de enganche, como un Qué ver que recibe al visitante, pero no el único. "Creo que una de las alternativas puede ser la industria transformadora de alimentos. Tenemos un cereal de gran calidad y hay que aprovecharlo", traslada Rafael Martínez.

Tantos han sido los match-ball superados, tantas las llamadas del gobernador indultando al reo en el último segundo que "en el Valle hay una conciencia de que no se va a cerrar", contempla el alcalde, que abandonado el despacho, se traslada a la central, donde el comité de empresa informa a los empleados de que el domingo es el último día de vida de la central nuclear. Será el primer renglón del acta de defunción de una controvertida instalación. "La central se tenía que cerrar. Ya llevábamos muchos años con el tema. Habrá que pensar en otras cosas para salir adelante", exponen en la gasolinera del pueblo. Con el enfriamiento del reactor, algo que llevará cuatro años, comenzará el descuento. El final de la función. Tic-tac. El reloj, al que nadie atendió durante décadas, rige las últimas horas de la empresa. A las 17.30 horas algo se mueve en la central de Garoña. Un turno de trabajadores sale de la instalación, cuyo felpudo de entrada es un campo de fútbol con dos porterías sin redes. No hay partido.

Los empleados, abotonados en grupos, para abrigarse de las bajas temperaturas, abandonan la central sin mirar atrás. Unos lo hacen en sus vehículos. El resto deja en el retrovisor la empresa en cinco autobuses en cuyo letreros se ilumina un nombre: Nuclenor. La luz del día, plomiza, huye deprisa de Garoña. No hay rastro de huellas en Santa María de Garoña, la aldea donde existe un punto de reunión nuclear, una imagen sobrenatural, como sacada de un cómic de ciencia ficción, en un paisaje de casas de piedras desvencijadas y vecinos desgastados por el tema de siempre. "No sé nada, solo lo que sale en los periódicos. No soy de aquí", estira con tono funcionarial un vecino incómodo, que se apoya en una cachaba y arrastra los pies en zapatillas de casa. Solo los gatos se atreven a hacer guardia en la calle. Algún perro ladra a la luna que no se ve. La oscuridad abre la puerta. Cae la noche sobre Garoña.