Vitoria. El ejército aliado a las órdenes del Duque de Wellington venció al napoleónico en un hecho de armas decisivo. Fue en la decisiva Batalla de Vitoria, efeméride que hoy alcanza su 198 aniversario. Casi nada. Aquella hazaña bélica fue tan importante como para que Ludwig van Beethoven compusiera para conmemorar el hecho de armas una pequeña sinfonía, Opus 91, conocida como La Victoria de Wellington o La Batalla de Vitoria.

El sábado 19 de junio de 1813 una impresionante caravana entraba en la cuenca de Vitoria por el desfiladero de Lapuebla de Arganzón, procedente de Burgos. Estaba compuesta por un ejército de unos 60.000 hombres, al mando del mariscal Jean-Baptiste Jourdan, casi un centenar de piezas de artillería y un millar de carros con documentación e impedimenta militar, así como los fondos del ejército y de la Hacienda Josefina, unos cinco millones y medio de duros de oro. Tras ellos cantineras, mercachifles y prostitutas, la habitual compañía de los ejércitos. Para terminar, unos dos mil carruajes civiles cargados hasta los topes. Se trataba de lo que quedaba del ejército y de la Administración de José Bonaparte, así como de muchos civiles españoles colaboradores con su Gobierno, a quienes el pueblo despectivamente denominaba como afrancesados, acompañados de sus familias y servidumbre. En total unas 10.000 personas, quienes llevaban consigo todas las riquezas y pertenencias que habían podido acarrear. Un convoy que ocupaba 18 kilómetros del Camino Real.

Casi pisándoles los talones les seguía el ejército aliado al mando del general británico Arthur Colley Wellesley, Duque de Wellington, formado por ingleses, escoceses, portugueses, alemanes y españoles, a quienes se añadieron los guerrilleros vascos al mando de Francisco de Longa, Kortazar, Sebastián Fernández de Lezeta Dos Pelos y los hermanos Eustaquio y Fermín Salcedo.

El ejército imperial, según avanzaba hacia Vitoria, estableció sucesivas líneas defensivas. La primera en el alto de San Juan de Jundiz. La segunda, entre Aríñez y Gometxa. La tercera, en Gometxa y la cuarta entre Ehari y Armentia. Una división de dragones se situó en Berrostegieta para interceptar un posible ataque por el sur. Se situaron también destacamentos en los puentes y vados del Zadorra. Desde Subijana se desplegó hacia los Montes de Vitoria una división de infantería, al mando del general Maransin. En torno a Vitoria acamparon al este, en la zona conocida como Arana, los carruajes civiles y militares, a ambos lados de la calzada que por Betoño iba hacia Arlaban. Al oeste de la ciudad lo hicieron las tropas que no fueron desplegadas por la llanura, entre ellas la selecta Guardia Imperial. Esto lo hicieron las unidades de manera espontánea según entraban a la cuenca de Vitoria, ya que su jefe, el mariscal Jourdan, llegó enfermo.

José Bonaparte se alojó en el palacio que compró a la marquesa de Montehermoso, María del Pilar Acebedo y Sarria, ya viuda de don Hortuño Aguirre-Zuazo. Las malas lenguas afirmaban que compartieron lecho. Mientras tanto, el mariscal Jourdan yacía aquejado por fuertes fiebres. El día 20, domingo, ante la situación de Jourdan, José Bonaparte, dada su inexperiencia militar, no modificó la disposición del ejército imperial. Únicamente ordenó la salida hacia Arlaban de los carruajes militares, quedando los civiles acampados en Arana.

Mientras tanto las fuerzas aliadas se acercaron a Vitoria por la carretera de Bilbao, desde Murgia, llegando a Lapuebla desde Pobes, a Nanclares de Oka, desde Subijana-Morillas y a Hueto Arriba atravesando la sierra de Badaia. Wellington, junto a su ayudante y amigo, el vitoriano Miguel Ricardo de Álava y Eskibel, se situó en Nanclares, en un alto sobre el Zadorra, desde donde se dominaba el escenario de la batalla que se avecinaba.

A las cinco de la mañana del lunes 21 de junio, el mariscal Jourdan se sintió con fuerzas para montar a caballo y dirigirse a pasar revista a sus posiciones. En primer lugar acudió al palacio de Montehermoso, donde literalmente sacó de la cama a José Bonaparte. Juntos se dirigieron a su puesto de mando, ubicado en el Alto de San Juan de Jundiz. Se quedó horrorizado ante lo que vio. Sus fuerzas estaban divididas en varias líneas demasiado débiles, con el riesgo de ir cayendo como fichas de dominó. Ordenó concentrar las tropas en una sola línea entre Krispijana y Eskibel, pero la mayoría de sus generales, excepto d'Armagnac, desobedecieron aquellas órdenes o las acataron a su manera.

La mañana amaneció con niebla y xirimiri. A las siete la división española del general Morillo cruzó el Zadorra en Lapuebla y avanzó por el Camino Real. Se toparon con un grupo de exploradores a caballo que les disparó. Ahí comenzó la Batalla de Vitoria.

Estos soldados españoles, que serían luego seguidos por regimientos de infantería escoceses que marchaban al son de sus gaitas, procedieron a tomar los Montes de Vitoria. Aquella progresión fue vista, no sin preocupación, por José Bonaparte y el mariscal Jourdan desde San Juan de Jundiz, pues sobrepasaba por la cresta la posición del frente francés en el llano. A las diez de la mañana el general Hill en Lapuebla dio orden para que sus hombres empezasen la penetración en la cuenca de Vitoria. Por el lado norte, en Hueto Arriba, el general galés Picton decidió avanzar hacia el río Zadorra. Mientras tanto se estableció un tiroteo en el puente de Víllodas, entre una orilla y otra del río. Entonces, un vecino de Trespuentes, llamado José Ortiz de Zárate, se presentó ante Wellington para comunicarle que el puente de su pueblo no tenía vigilancia. El duque se apresuró a enviar allí tropas que cruzaron el puente y tomaron el cerro de Iruña. José Ortiz de Zárate moriría allí a consecuencia de un disparo aislado.

Al mediodía, Wellington ordenó a las tropas de Picton el cruce del Zadorra. Jourdan, previendo la que se le venía encima decidió abandonar su posición en Jundiz para crear un frente más potente más atrás, entre Aríñez y Gometxa, que enlazaba con las fuerzas que soportaban en el monte Eskibel el ataque aliado por los montes. Simultáneamente, el general Graham, aguas arriba del Zadorra, tomó Durana, cortando la carretera hacia Arlaban. La batalla se extendió por todo el río, con particular virulencia en Abetxuo y Gamarra. En Arana, los carruajes que debían haber partido tiempo atrás hacia Gipuzkoa, se enteraron de que la carretera estaba cortada y emprendieron una desesperada huida por la carretera de Pamplona. A las cuatro de la tarde los imperiales lograron consolidar una línea, con potente fuerza artillera, entre Krispijana y Zuazo, al este de la cual, por el norte, controlaban la línea del Zadorra. Los Montes de Vitoria, sin embargo, eran de los aliados.

Saqueo de la ciudad La verdadera batalla estaba aún por comenzar. Wellington, que había concentrado su artillería frente a Zuazo, ordenó el ataque a las cinco de la tarde. Fue aquél uno de los mayores duelos de artillería de la época. Su devastador efecto fue rematado por las cargas de la caballería y el avance de la infantería. Jourdan aconsejó a José Bonaparte que ordenase la retirada general que, en breve, se convertiría en huida. El general Álava sabía lo que podía suceder en su ciudad natal, si los soldados de su propio ejército entraban en ella sin ningún control, por lo que solicitó a Wellington una tropa para entrar en Vitoria. De esa manera, al frente de medio millar de húsares de la Kings German Legion, al mando del príncipe de Orange, futuro rey de los Países Bajos, entró en Vitoria, justo cuando José Bonaparte huía por el otro extremo, y cerró las puertas de las murallas, evitando así el saqueo. José Bonaparte se encontró con los carruajes civiles atascados en el barro y los caminos estrechos de la Llanada. Tuvo dejar su berlina y proseguir su huida a uña de caballo.

Ante semejante espectáculo, los soldados aliados, en vez de perseguir al enemigo en fuga, optaron por proceder al saqueo que les había sido negado en Vitoria. La salida de la capital gasteiztarra hacia Navarra pasaba junto a Salburua, un paraje cenagoso. Muchos optaron por desenganchar los caballos y escapar montados en ellos, abandonando los carruajes y sus pertenencias. El espectáculo fue indescriptible. Los soldados se dedicaron al pillaje y a la violación de las mujeres que quedaron allí abandonadas. Al saqueo se unieron no sólo los soldados aliados que iban llegando, sino también vecinos de los pueblos de los alrededores, los lacayos de los fugitivos e, incluso, soldados franceses que se habían despojado de sus uniformes.

Al día siguiente se formó en la capital alavesa un espontáneo mercado, en el que se vendieron multitud de obras de arte, joyas, vajillas y variados objetos de lujo. Se dijo que los soldados cambiaban las monedas a mitad de precio para obtener otras de más valor y más fácil transporte. Así acabó lo que ha pasado a la historia como la Batalla de Vitoria.