La última vez que entrevisté a Julen Madariaga, después del fracaso de la tregua que siguió al acuerdo de Lizarra, me encontré a una persona profundamente escéptica. Descorazonada, incluso. Me quedó claro que no le gustaba la idea de pasar a la posteridad única y exclusivamente como uno de los fundadores de ETA. “He hecho muchas más cosas en mi vida, pero ya verás cómo nadie se va acordar”, me dijo en el hall de la antigua sede de Radio Euskadi, antes de entrar al estudio. Parece que el tiempo le ha dado razón. Bien es verdad que sería muy forzado presentarlo de otro modo que como uno de los impulsores de la organización que determinó de modo tan doloroso nuestra Historia reciente.
Por aquella época —sería el año 2001; no tengo a mano mi archivo sonoro en el momento de escribir estas líneas urgentes—, Madariaga ya se había desmarcado de la violencia. Hablaba sin cortapisas de lo bueno que sería pedir perdón por el daño causado y dejar claro que se hacía por motivos éticos y no estratégicos. Eso le costó ser considerado un traidor entre los militantes y simpatizantes de la organización que había contribuido a crear. La paradoja, o más bien la gran enseñanza, es que hasta no hacía mucho, él mismo había criticado con extraordinaria dureza a cualquiera que se hubiera alejado de la ortodoxia militar. Como doloroso botón de muestra, su justificación del asesinato de Yoyes.
Según me dijo en aquella charla, su punto de inflexión fue el asesinato de Gregorio Ordóñez en 1995. Ahí se dio cuenta de que no servía de nada seguir prolongando el dolor. Y más allá de las consideraciones morales, también entendió que las acciones violentas eran contraproducentes de cara a conseguir la independencia. Así lo dijo tras el atentado al concejal del PP en Donostia. Su postura fue minoritaria en su entorno, pero sirvió para que, siquiera con cuentagotas, fueran apareciendo pronunciamientos parecidos. Con el tiempo la corriente Aralar se convertiría en partido donde el propio Madariaga militaría hasta su reabsorción en EH Bildu.
Si el fracaso de la tregua de Lizarra le dolió, el de la negociación de Loiola en 2007 aumento su desesperanza. No tuvo empacho en señalar el oportunismo, la intransigencia e incluso la bisoñez de los dirigentes de las estructuras militar y política del autoproclamado MLNV. En ese contexto, no deja de resultar digna de mención su última detención. Con 73 años, por orden del juez Grande-Marlaska, fue arrestado el 20 de junio de 2006 junto a otras once personas acusadas de pertenecer al aparato de extorsión de ETA. A las 24 horas fue puesto en libertad bajo fianza.
Aunque después de aquello siguió apareciendo en los medios, poco a poco se fue alejando de los focos. Hoy vuelve a ser noticia porque ha muerto a los 88 años. Más allá de lo que se cuente sobre él, para mi será el ejemplo de quienes consiguieron pasar de la intransigencia a la denuncia de la violencia. También ahí abrió caminos.