e niño odiaba a los publicistas de grandes almacenes que en pleno agosto nos recordaban, con aquello de “la vuelta al cole”, que lo bueno tenía fin. Pero me toca traicionar al niño que fui y hablar de ello porque afrontamos esta vez un reto de dimensiones imposibles: iniciar un curso escolar en unas condiciones sanitarias complicadísimas cuyas medidas de prevención son seguramente, al menos en parte, incompatibles con la naturaleza de la actividad escolar y de la convivencia que implica.
La mayoría de los adultos volvemos a trabajos que, tomadas con rigor las adecuadas medidas, conllevan riesgos razonablemente controlables, como lo han demostrado durante estos meses desde el personal de supermercados o panaderías hasta las oficinas, talleres o fábricas más diversos. Pero en el sector de la educación la cosa es más compleja.
Si bien los factores socio económicos marcan diferencias importantísimas, en general según van creciendo los estudiantes pueden progresivamente, facilitados los pertinentes recursos, continuar sus estudios en condiciones de distancia o jugando con horarios flexibles. Pero con los más pequeños esto es imposible: las limitaciones de presencialidad van a provocar necesariamente un daño a su educación y a la agenda y la conciliación de sus padres (por no hablar de la situación de los profesores).
Todo esto lo sabe usted bien. A falta de soluciones, emplearé este espacio para poner en contexto nuestra situación y ampliar el ángulo de visión con una mirada más global.
Es términos cuantitativos la pandemia ha supuesto el trastorno educativo más grave en la historia, ya que ninguna otra circunstancia hasta la fecha había afectado a mil seiscientos millones de alumnos en la práctica totalidad de los países del mundo. El cierre de escuelas ha afectado al 94% de la población estudiantil del mundo (me apoyo aquí en lo que sigue en un reciente informe de la UNESCO).
Esta pandemia ha exacerbado las disparidades educativas preexistes reduciendo las oportunidades de los más vulnerables. Podríamos perder décadas de avances en la universalización del derecho a la educación. Se calcula que este curso 24 millones de niños y jóvenes en el mundo podrían dejar el sistema educativo por razón de la pandemia. Las consecuencias pueden perjudicar también los avances dados en igualdad de género. Además la crisis económica conllevará inevitables reducciones presupuestarias, especialmente los más países más pobres, en las partidas dedicadas a la educación, en un momento en que ni las organizaciones internacionales ni la cooperación internacional van a contar con medios no ya para compensar la pérdida, sino para mantener los apoyos actuales.
El secretario general de la ONU, António Guterres, ha reaccionado a este informe diciendo que “nos enfrentamos a una catástrofe generacional que podría despilfarrar un potencial humano incalculable, socavar décadas de progreso y agravar las desigualdades más arraigadas”.
No puedo dejarles con este pésimo sabor de boca. La UNESCO apunta tímidamente, y yo quiero recoger cualquier cosa que traiga algo de luz, que la crisis ha estimulado en algunos lugares la innovación en el sector. No soy experto en la materia y no me atrevo a decir qué innovaciones hemos aplicado en nuestro entorno que puedan enriquecernos. Pero en toda crisis se aprenden cosas que nos pueden hacer crecer y que la educación trata en parte de eso. Si hay algo que padres, personal educativo y alumnos debemos aprender es cómo vivir en medio de la incertidumbre, sacando lo mejor de nosotros mismos, asumiendo nuestras cuotas, grandes o pequeñas, de responsabilidad en lo propio y de empática solidaridad con la tarea de los demás, compartiendo objetivos comunes. No sería poco aprendizaje.