s curioso comprobar con qué desparpajo se han subido al carro de los improperios la legión de serviles y lameculos que durante cuarenta años se han confesado devotos juancarlistas. Ya no tienen ningún reparo en evocar los pretéritos deslices de bragueta del Emérito y les sobra atrevimiento para señalar como "amante" a la que antes denominaban "amiga" cogiéndosela con papel de fumar. La cruda realidad ha abierto la veda y, absueltos los lances de entrepierna, los cobistas se han sumado al coro y berrean lo que no está escrito sobre la codicia dineraria de su hasta hace cuatro días Campechana Majestad. Ya nadie, ni sus más conspicuos tiralevitas, cuestiona el desparrame millonario del padre, aunque aún no hay lo que hay que tener para investigar hasta qué punto el hijo estaba al tanto y calladito ni para cuestionar en serio la persistencia del espíritu santo, o sea, de la monarquía propiamente dicha. Toda esta podredumbre, encubierta por la impunidad, la pleitesía y la ignorancia, no se va a cortar por lo sano, qué va. Eso sí, se han ido poniendo parches como el corte de suministro del hijo al padre, teniendo siempre en cuenta que el total se lo pagamos entre todos y que lo que no vaya a cobrar el padre va a acabar en la bolsa del hijo o del espíritu santo, no en la nuestra. Ya puestos a amagar, el hijo podría acabar desahuciando de la Zarzuela al padre, que ya se buscaría un buen acomodo por sus propios -y abundantes- medios o pagado a escote por esa especie de corte inmarcesible que vienen denominando "los amigos de Su Majestad". Al hijo, no le quedaba otra, le han forzado a instalar un cortafuegos para evitar la contaminación del padre. Pero lo que no va a ocurrir es el suicidio de la institución, la deposición del espíritu santo coronado en monarquía parlamentaria. La sagrada trinidad monárquica permanece por toda la eternidad.
Cuarenta años después el personal se ha caído del guindo y ha comprobado que en esa institución no ha habido ejemplaridad, ni transparencia, ni decencia. No es creíble que el hijo desconociese la rapiña de su padre, ni tampoco que el resto de la familia ignorase que el padre corría con todos los gastos de la Casa pagados en cash ni, si me apuran, que padre e hijo no tuvieran ni idea de las andanzas fulleras del yerno y cuñado. Y a saber qué aún desconocidas prebendas han obtenido el resto de los parientes por el hecho de serlo. Destapada la olla, mucho me temo que el hedor perdure en el aire porque de lo que se trata para sanear el ambiente no es de reprobar a las personas coronadas, sino de desalojarles del palacio. Y los que pudieran hacerlo no están por la labor.
Comprendo que quienes siguen manteniendo que la monarquía es poco menos que de derecho divino se limiten a lamentar con la boca pequeña el comportamiento del Emérito mientras derivan su veneración hacia el hijo. Comprendo su lealtad ideológica hacia una forma de gobierno anacrónica e injusta. Lo que desconozco son las razones por las que una formación política como el PSOE ha mantenido tan exquisito respeto a cuenta de las andanzas cinegéticas del jefe del Estado, sus veleidades de cama y su ostentoso y presuntamente ilegítimo enriquecimiento. No entiendo cómo, en lugar de abrir un proceso democrático para cortar de raíz tanto abuso y tanta complicidad para que todo quede tapado y en familia, se deje caer al padre y se consolide el cortafuegos que salve no sólo al hijo sino al espíritu santo, a la institución.
Vale, según parece el padre ha sido un sinvergüenza, pero el hijo no. El hijo, dicen, ha dado pruebas de honradez e integridad. Por eso, que viaje con la reina por todas las comunidades, todas ellas, para que les aplaudan y vitoreen las gentes de bien y sean acalladas a palos si hace falta las protestas de los de siempre. Presidan sus íntegras majestades la reunión de presidentes autonómicos en San Millán de la Cogolla, veraneen en Mallorca con toda normalidad, que tenemos monarquía, espíritu santo, para rato.