En asuntos de gobierno, ya nada será igual que antes. Ha cambiado el decorado, los actores y las intenciones. Y se nota. Una ministra republicana de Igualdad no aplaza su entrevista en La Sexta cuando le dicen que asista junto a la reina Letizia a una reunión sobre violencia de género. Felipe VI se entera por WhatsApp de quiénes son los ministros. La fiscal del Estado recibe siete cornadas argumentadas en su idoneidad para el cargo y sigue erguida. La cohorte de 22 departamentos crece hasta en 125 sueldos y parece que es una medida de austeridad. Las embajadas catalanas reabren sus puertas. Por primera vez en la historia hay un Consejo de Ministras en España. No hay ahora más Honorable en la Generalitat que Quim Torra. Los periodistas claman en el desierto por la falta de consideración hacia su trabajo de preguntar para informar y así siguen. A cambio, las escopetas mediáticas empiezan a disparar sin remisión entre desprecios, chistes maliciosos y toneladas de conjeturas antes de que el nuevo ventilador de la Secretaría de Estado de Comunicación empiece a funcionar. Jamás un equipo ministerial acaparó más críticas antes de abrir la boca. Quien no cambia es la oposición, invariable en su acoso y derribo permanentes, asistida por un adoctrinado lenguaje de corte frentista del que, sin embargo, siguen sin sacar provecho. La última encuesta de José Félix Tezanos debería resultar desquiciante para quienes aconsejaron a Pablo Casado volver a abrazar el mensaje del miedo para así desinflar a Abascal.
A pocos días de empezar la función, el nuevo mando asoma armado de valor. Pisando fuerte. Lo hace sin perder tiempo, para desafiar a los centenares de agoreros que adelantan su fecha de caducidad. Una irrupción en escena al más puro estilo sanchista: al todo o nada. El presidente sabe que su destino siempre estará en manos de Catalunya, pero en caso de morir lo hará matando. Hasta entonces, que nadie se llame a engaño: ejercerá todo el poder cada segundo que tenga para dejar huella. Luego, en los tiempos de receso leerá los malvados planes de Iván Redondo para debilitar como gota malaya a su competencia, Unidas Podemos incluida si se tercia. Parapetado en La Moncloa se siente tan fuerte que, a veces, da la sensación de un auténtico engreído. Nadie le tose en su partido porque les ha devuelto al poder perdido, aunque muchos contienen la respiración ante el riesgo que entraña para su ideología la mesa bilateral. Afuera, en medio de voluntaristas pronósticos de café, se desatan los presagios cada uno más catastrofista. No hay término medio porque sobra visceralidad. Hay demasiado queroseno en el ambiente y por eso el riesgo de explosión durará mucho tiempo. La incendiaria sesión de investidura ha dejado heridas difíciles de cicatrizar.
Las trincheras políticas se siguen reforzando mientras dilapidan a su enemigo. Las mediáticas también cargan pilas. No hay espacio para los tibios equidistantes ni en los foros ni en las tertulias y mucho menos en las redes sociales tan manipuladas: o con ellos o contra ellos. Apenas un grupo sensato de curtidos periodistas en Madrid y Barcelona han convenido en la urgente necesidad de contribuir desde su probada influencia a la distensión por el camino de la responsabilidad rebajando los octanos del combustible de sus tribunas. Desde la disparidad de criterios ideológicos, les une, sobre todo, la sincera preocupación por un entorno que amenaza con desbordarse por momentos entre exigencias maximalistas, decisiones judiciales y soflamas incendiarias. En cambio, los hooligans y voceros agradecidos seguirán inmersos en su guerrilla particular desde esa censurable insensatez que saben rentabilizar cada mes entre gritos y argumentarios partidistas. No son tiempos de esperanza.
Pero Sánchez confía en sí mismo para conseguir su único objetivo, que es sobrevivir. Le asiste su proverbial ambivalencia. Sabe qué le interesa y no pregunta el precio. Ahora mismo se la juega con la suerte de los independentistas presos -léase Oriol Junqueras- y no se pone colorado por proponer descaradamente para la causa a una fiel servidora como Dolores Delgado. Atruenan las críticas por contribuir aún más a la politización de la justicia y las ignora con soberbia. La oposición se desgañita, envuelta en su impotencia para desgastarle. Tienen que adaptarse a un nuevo tiempo.