Por más que la fecha real del fallecimiento del filósofo francés Charles Louis de Secondat, más conocido como el barón de Montesquieu, sea la del 10 de febrero de 1775, desde que en España se aprobara la última Constitución y con ella la separación de poderes, han sido innumerables las ocasiones en las que hemos visto “matar” al barón francés y su propuesta política, según la cual, no lo olvidemos, los poderes legislativo, ejecutivo y judicial del Estado son ejercidos por órganos del Gobierno distintos, autónomos e independientes entre sí.

Sin embargo, en España, anulada la independencia del Legislativo respecto al Ejecutivo, toda vez que el partido mayoritario está al servicio del Gobierno y los miembros del Gobierno lo son a su vez -al menos en algunos casos- del Congreso, la tan cacareada división de poderes se ha pretendido salvaguardar, exclusivamente, en relación con el Poder Judicial.

No obstante, no solo la ciudanía, sino también los mismos partidos políticos, cada vez que una actuación judicial ha favorecido los intereses del Gobierno, las más, para qué engañarnos, no han tenido ningún empacho en cuestionar la independencia judicial y acusar al Ejecutivo de turno de manipular a jueces y fiscales.

Así ocurrió, por ejemplo, en el proceso de ilegalización de la izquierda abertzale, en muchos de los casos de corrupción que han sacudido el panorama político español y más recientemente, en todo lo relacionado con el procés catalán.

Tanto es así que el último atentado contra la división de poderes, en este caso para PP y Vox, ha sido la propuesta de nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general del Estado. No cabe duda de que el nombramiento, por más que legalmente pueda ser válido, desde un punto de vista estético y político deja mucho que desear y que da la sensación de que responde más a un acuerdo político que a un criterio profesional. Pero de ahí a afirmar que esta decisión quiebra la separación de poderes del Estado español va un abismo. Y no porque la decisión no sea de enjundia, sino porque esa separación, si alguna vez existió, hace tiempo que está desaparecida.

Buena prueba de ello es que la primera medida del Partido Popular en contra del nombramiento de Delgado ha sido, precisamente, la de bloquear la renovación del Consejo General del Poder Judicial -en funciones desde el año 2018-, donde sus 20 miembros son nombrados por consenso, o, mejor dicho, por cuotas por los partidos políticos.

Un bloqueo que no es menor porque el Consejo General del Poder Judicial es, precisamente, quien nombra a su vez a todos los miembros del Tribunal Supremo -incluido su presidente, que lo es a su vez del CGPJ-, al presidente de la Audiencia Nacional, de los Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales, así como los presidentes de las salas de cada uno de estos.

Es decir, que los partidos políticos nombran -o bloquean- a la cúpula judicial española, que, a su vez, es la encargada de determinar de manera directa o indirecta la carrera de todos y cada uno de los jueces del sistema judicial español.

Hay quien defiende este sistema apelando a que el Poder Judicial debe ser también reflejo del pueblo a quien juzga, pero teniendo en cuenta que tenemos el sistema electoral que tenemos y que las mayorías de bloqueo, como ahora, pueden propiciar que los mandatos se alarguen tanto como se quiera, hablar de un Poder Judicial como espejo de la sociedad es poco menos que un chiste.

Así pues, mal empieza el Gobierno de coalición si además quiere serlo de izquierdas, pero no lo hace mejor la derecha española con su bloqueo demostrando así que nunca ha creído en la separación de poderes y mucho menos en que un poder como el judicial tenga que estar al servicio de la ciudadanía.