la dimensión geopolítica de la comunicación cobra cada día mayor relevancia en nuestros convulsos tiempos modernos: se ha convertido en una materia prima estratégica para quien gobierna, una auténtica piedra de toque del poder.
Cada vez más el pensamiento colectivo se elabora en el terreno de la comunicación. El binomio ética-medios de comunicación permite reflexionar sobre dos cuestiones clave para su credibilidad y para tratar de ganar -o de recuperar, en su caso- la confianza que deben perseguir despertar en la ciudadanía: la primera podría traducirse en preguntar si el periódico que leemos, la radio que escuchamos o la televisión que vemos persigue informarnos o si por el contrario tiene como objetivo satisfacer nuestras respectivas necesidades de identidad; es decir, ¿nos acercamos y seguimos a un medio de comunicación porque informa objetivamente o porque responde a nuestra visión identitaria de la realidad política y social que nos rodea?
La segunda cuestión gira en torno a la acusada tendencia hacia la banalización de la mentira, esa flagrante realidad marcada por el recurso a las fake news. El término encierra en sí mismo un oxímoron, una gran contradicción: ¿noticia falsa es lo mismo que noticia falseada? No; si una noticia es noticia, pero es falsa, eso significa que estamos ante un hecho inventado; en cambio, si estamos ante noticias falseadas, lo que hay es directamente una manipulación del relato; es decir, los hechos descritos en la noticia existen -no son un infundio, una invención, un bulo, en definitiva- pero se han manipulado.
Pensemos en la última falacia expuesta por Ortega Smith, secretario general de Vox, al referirse en una entrevista televisiva a Las 13 Rosas Rojas, las jóvenes militantes de izquierdas ejecutadas por el régimen franquista, y afirmar sin rubor ni vergüenza alguna que ellas se buscaron su despiadado final porque “torturaban, asesinaban y violaban vilmente en las checas de Madrid”. Más allá de las consecuencias legales-penales de esta afirmación, es evidente que no estamos ante una “noticia falsa” sino ante un infundio, una falsedad que no puede convertirse en noticia porque los hechos tergiversados o arteramente inventados no pueden ser catalogados como tal.
Si la realidad se ha convertido en algo maleable y moldeable por parte de los medios o por el discurso político la deriva es clara: en esos ámbitos y en su política de comunicación dejan ya de existir la verdad y la mentira, todo son ya simples opiniones. Y convertir una opinión en “realidad”, en un hecho supuestamente incontrovertido, es un fraude a la verdad, supone pervertirla, porque si nada es verdad todo es posible.
La proliferación de noticias falsas o fake news, unido al desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, ha posibilitado que su utilización para fines políticos se haya transformado en una preocupación global. ?Emerge también así el concepto de posverdad, entendido como toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público,? algo que forma parte ya del “ecosistema de información”; ¿Qué sucede? La realidad es desplazada por la opinión, por el relato emocional.
Asistimos a la creciente construcción de una especie de industria de fabricación y distribución de mentiras a escala mundial con un claro y perverso objetivo político: romper, quebrar la confianza de los ciudadanos en sus instituciones públicas y en los propios medios de comunicación. Se dinamita así la base de la convivencia social y permite que afloren tendencias extremas antisistema. ¿Por qué? Porque sin confianza no puede haber política ni políticos de verdad, quedando estos convertidos en ocurrentes charlatanes sin credibilidad alguna.