Según la RAE, ajuntarse significa tener trato o amistad y añade que es una expresión coloquial utilizada generalmente entre niños. Con ese mismo talante infantil, algunos partidos políticos españoles han implantado la práctica de no ajuntarse con adversarios a los que adjudican la condición de indeseables. Así lo decidieron, desde la soberbia de creerse exclusivos en el poder.
Bien mirado, la culpa del agotamiento del bipartidismo la tuvieron los dos sempiternos adversarios, PP y PSOE. Los primeros, por la corrupción galopante que acabó por desgastarlos. Los segundos, por el abandono progresivo de sus señas de identidad de izquierdas que acabó por defraudar. La crisis económica que estalló hacia 2008 derivó en convulsión política que abrió paso a una nueva opción por la izquierda, mientras que la crisis territorial agudizada en Catalunya daba origen a una opción nacionalista española que encontró abierta la brecha dejada por el PP para una derecha patriótica y reformista. El electorado se lanzó por el tobogán de la nueva política, que convirtió en riesgo permanente cada convocatoria al voto. Un riesgo fruto de la inexperiencia, la improvisación y las inéditas líneas rojas que a fin de cuentas condicionaban el normal ejercicio de la política. Y así, entre órdagos, bravuconadas y repudios anda el país por el penoso espectáculo que, para colmo, pagamos con nuestros impuestos.
Los partidos responsables de esta demencia están actuando con la banda sonora de Groucho Marx: “Puede que tu propuesta sea buena, pero vamos a dejar una cosa clara, ¡estoy en contra!”. Y, lo que es peor, sobran razones para estar en contra; mérito que ha llevado a los políticos a convertirse en una de las máximas preocupaciones de la gente, según el CIS. Su incapacidad para entenderse, su obsesión por las líneas rojas que impiden acuerdos, su arrogancia que les imposibilita asumir que se necesitan unos a otros.
Ante el estupor de los contribuyentes, van pasando los meses sin llegar a cerrar gobiernos autonómicos y, sobre todo, el Gobierno central, mientras los políticos electos cobran su sueldo como si todo fluyera, como si el país funcionase sin gobernantes, como si fuera lo más natural paralizarlo todo por un quítame allá un cargo, o una foto, o un veto.
Se ha instalado en el discurso político la técnica demagógica de descalificar al adversario y convertirlo en apestado para evitar el debate. Se deforma la realidad, se manipula la verdad, se acotan con exclusiones las condiciones para el acuerdo y esta trampa se consolida con el apoyo mediático que azuza lo que haga falta. Es de admirar, por su perversión, con qué desparpajo se reconoce como normal el apartheid a que se somete a EH Bildu a efectos de acuerdos, de pactos y hasta de contacto o diálogo, como si no se tratase de una formación política absolutamente legal a la que votan centenares de miles de personas. Con EH Bildu no solamente no se ajuntan, sino que imponen que nadie se ajunte bajo acusación de connivencia con el terrorismo, a estas alturas. La intolerancia ha sumado al veto a los independentistas catalanes y a eso que vienen a denominar populismo, sector de difícil definición pero que podría asimilarse al que en tiempos de dictadura se calificaba de comunismo. Los excluyentes rivalizan incluso sobre quién es el que excluye con más firmeza.
Este sectarismo, esta exclusión que bloquea el diálogo, ha terminado por fracturar el principio del respeto llenando de prejuicios la convivencia política. Los partidos que imparten carnet para homologar a otros como demócratas, todos van contra algo en lugar de suavizar los choques y se apuntan al cuanto peor mejor, en lugar de apreciar lo que de positivo pueda tener el adversario con el que necesariamente deberían pactar. Los puros, los del pedigrí democrático y constitucionalista, barren a escobazos cualquier intento de diálogo y se tapan las narices con aspavientos ante los excluidos cuando hay delante cámaras y micrófonos, para que conste su rechazo. Luego, por detrás y de tapadillo, mantienen sus relaciones normales e incluso llegan a acuerdos con los apestados.
Este nuevo ejercicio político de no ajuntarse, más allá del postureo, lleva aparejada una peligrosa configuración de bloques, una injusta censura que abandona a centenares de miles de votantes en tierra de nadie sin ningún respeto y, como lamentablemente estamos comprobando, un bloqueo de la acción política con riesgo de convertirse en crónico.