Albert Rivera ha vuelto a pillarse los dedos. Le ocurrió hace un año cuando fue incapaz de interpretar el trasfondo de la moción de censura de Iván Redondo, que le apartó del foco en favor de un atrevido Pedro Sánchez. Y ahora se ha puesto la soga al cuello con su cinturón sanitario al sanchismo cuando más necesitaba tener las manos libres para salvar con algún pacto de alto vuelo su deslucida cosecha electoral. El líder de Ciudadanos no tiene suficiente olfato político porque vive pendiente de la demoscopia semanal y así nunca pone las luces largas. Incapaz una y otra vez de superar al PP más desnortado de su historia, empieza a sentir las rebeliones internas de cuantos han puesto pie en pared ante la incomprensible derechización de un partido socialdemócrata de nacimiento, liberal de adopción y socio interesado del extremismo desaforado de Vox. Aparecen estas primeras grietas al asomarse con cierto vértigo al espejo político que suponen la Alcaldía y la Comunidad de Madrid, donde deberá elegir entre resucitar o condenar a su principal enemigo. De la cuestión del gobierno de la nación ni hablamos.
En el primer aniversario de aquel insólito castigo a Rajoy por la funesta corrupción de su partido, Rivera sigue atrapado en sus vacilaciones. Aquel día quedó aislado en su escaño del Congreso sin darse cuenta de que irrumpía sin pretenderlo un nuevo presidente socialista. Poco tiempo después, tras el cruel veredicto de las urnas al que tanto apeló durante nueve meses, Ciudadanos ha quedado reducido a una mera comparsa si no lo remedia. Peor aún: si la ultraderecha le arranca finalmente esa fotografía de verse juntos en torno a una mesa de diálogo -a Abascal le valdría con hacerle este roto aunque pida de entrada tocar pelo- será imposible que el político catalán pueda pasearse por los pasillos democráticos de Europa y menos al lado de Manuel Valls. A cambio, Íñigo Errejón le ha tentado con la manzana de Eva al ofrecer a Begoña Villacís gobernar la capital de España en una de esas jugadas con voltaje donde el arte de la política alcanza su máximo esplendor maquiavélico. El PP se estremece solo con imaginárselo porque el casadismo se agarra a Madrid como clavo ardiendo, consciente de que representa la tabla de salvación para su líder. Ante semejante tesitura, Rivera puede ser, paradójicamente, el gran aliado de su principal rival.
En realidad, todo se reduce, de momento, a una toma de temperatura para comprobar la serenidad del contrario. La guerrilla de las tácticas psicológicas. Son los prolegómenos de un partido que aguarda sus emociones más fuertes, que las habrá, para los segundos finales del descuento. Eso sí, en Barcelona, la batalla tiene mucho más calado porque su significación supera el ámbito del municipalismo. Los votos han propiciado un escenario diabólico reservado a los finos estrategas porque se asiste a una apasionante jugada de billar a varias bandas. Una alcaldía a la sombra de la sentencia del procés que marcará el futuro del independentismo y de la izquierda, incluso de su propio grado de interrelación.
Asomado a la barrera y levantando la mano para que alguien repare en él, emerge desgañitándose Pablo Iglesias. En sus horas más difíciles por deméritos propios, el líder de Unidas Podemos solo vive pendiente de que Sánchez -sigue agrandando su perfil europeísta- se apiade de su desventura concediéndole la cartera más pequeña de su futuro gobierno. Atrás quedaron las ensoñaciones de la vicepresidencia, el CNI o los informativos de RTVE. Ahora le valdría con asumir Deportes, incluso desgajada de una vez de Cultura. El baldón de haber contribuido por ese cainismo y pedantería que le corroe a la pérdida -de momento, ojo- del sillón de Manuela Carmena le ha condenado ante los suyos mucho más que la ostentación burguesa del chalé familiar. Con todo, Iglesias y su oráculo Monedero siguen aferrándose con razón a la elocuente necesidad parlamentaria del PSOE para exigir una recompensa. En Ferraz empiezan a pensar que cuatro años son una eternidad en estos tiempos de política líquida y que quizá habría que abrir un poco la mano. En La Moncloa, en cambio, creen que será suficiente con dedicar un par de guiños de ministros independientes bien vistos en la izquierda ortodoxa. En esencia, que al trazar la definitiva hoja de ruta nadie en la familia socialista pierde un segundo pensando en qué dirá el independentismo catalán. Quizá han llegado a la conclusión de que no les necesitan tanto como Carles Puigdemont -que no Oriol Junqueras- pudiera pensar en su estado de efervescencia permanente.