Las elecciones andaluzas enmarañaron ayer hasta descafeinarlo el ansiado debate sobre el conflicto catalán. El fiasco de Susana Díaz atenazó de tal manera a Pedro Sánchez que redujo escuetamente al diálogo, la convivencia y la Constitución su único ofrecimiento a socios tan determinantes. Un retroceso a la casilla de salida. Consciente posiblemente de que en su propio grupo parlamentario y entre sus barones se teme un efecto contagio para mayo del 2-D como pago al flirteo con los independentistas, el presidente no dio ese paso al frente que se presumía. Su prudencia sonó a tacticismo electoral para esquivar posibles riesgos. Además, se vio favorecido al hacerlo por el clima de rechazo compartido a las desafortunadas alusiones de Torra a la vía eslovena -“inaceptable su propuesta de balcanización”, esgrimió Sánchez- y la manga ancha de los CDR ante la pasividad de los Mossos.
En realidad, había prendido muy rápido en el Congreso la sensación de que el presidente no venía a arriesgar. Para amortiguar el efecto, se refugió en las negociaciones sobre el Brexit. Bajo semejante estrategia dialéctica fue desgranando recurrentes paralelismos con el desafío catalán. Aludió al referéndum como elemento de división de un país, a las mentiras de quienes lo impulsaron, o a las frustraciones del desencanto tras conocer la resolución de las negociaciones con la UE. Por si no había quedado claro el mensaje instó a “aprender de los errores” antes de asegurar expresamente que “yo no soy Cameron” en alusión al líder británico que facilitó la consulta. Como deshielo para reiterar el perfil social de su mandato, Sánchez confirmó que en el Consejo de Ministros del día 21 en Barcelona aprobará la subida del Salario Mínimo Interprofesional. Pero el profundo desencanto de los soberanistas por la ducha fría recibida sonó demoledor aunque Tardà (ERC), que admitió un sufrimiento por este causa “mayor del que imaginamos”, se resistió a romper amarras y hasta advirtió, retador, de que “aún estamos a tiempo”. Lo dijo tras descargar toda su lógica frustración por la incapacidad desde Madrid a esbozar siquiera una salida democrática de este bucle que camina hacia una peligrosa cronificación. Carles Campuzano (PDeCAT) todavía fue más allá en su desasosiego al augurar que Catalunya seguirá cavando la inestabilidad de España ya que después del juicio al procés vendrá la lucha “de todo un pueblo” por la amnistía. Sonaban así dos lenguajes antagónicos sin denominador común posible, demostrando que no querían entenderse. Frente a la convivencia, democracia; ante el diálogo, referéndum; sin mayoría social, mayoría parlamentaria; dentro de la Constitución, Estado en Europa. Quizá la única llama de esperanza podría encontrarse en el postrero ofrecimiento de Sánchez a habilitar un referéndum si “algún día” el movimiento soberanista se rodea de las tres quintas partes del Parlament. Antes, Aitor Esteban había alertado del riesgo de no disponer de mayorías para sostener los pulsos. Todavía quedaba por escuchar el tercer lenguaje, el del 155 inmisericorde. Casado, sin leer un solo papel, y su nueva pareja política, Rivera, rivalizaron en el hostigamiento implacable a los insurgentes soberanistas como única solución. Como dijo Pablo Iglesias, así se verían cumplidos los deseos de Aznar, varias veces aludido críticamente como ocurrió con Abascal y Felipe VI. Y en la guinda de tan agresivos discursos, la recurrente petición de elecciones al calor, esta vez, de ese influyente resultado andaluz sobre el futuro de la política española.