en la primera sesión del Curso de Verano de la UPV dedicado al análisis de los costes de la dependencia de Euskadi respecto a España, el lehendakari Ibarretxe formuló una sugerente y oportuna pregunta: ¿Cómo se negocia un referéndum con una silla vacía enfrente?

La cuestión, planteada con el referente catalán muy presente y en el contexto de un efervescente debate acerca del alcance y sentido del Derecho a decidir, quedó sin respuesta por parte de quienes compartíamos mesa de reflexión y debate. Su emplazamiento plantea una vertiente jurídica y otra política. ¿Qué hacer si la parte que tiene la llave para convertir la consulta en legal se niega a todo tipo de negociación? Habría dos opciones de salida ante el bloqueo o el veto que impone tal actitud: una primera, rupturista, de choque, orientada unilateralmente a responder al inmovilismo del Gobierno español con la confrontación.

Una segunda opción pasaría por trabajar política y socialmente por ampliar la base social propia defensora de la necesidad de que tal debate y la posterior consulta (sea catalana o vasca) ni se demonice ni se niegue, para tratar así de obtener una legitimidad democrática reforzada que acabe generando la obligación de negociar, deber negociador al que se refirió el Tribunal Supremo de Canadá en su dictamen de 20 de agosto de 1998, con tres importantes conclusiones: 1) La Constitución canadiense no prevé el derecho de secesión unilateral; 2) Una expresión clara de la voluntad de la población de Quebec en tal sentido no tiene efecto jurídico directo pero obliga al Gobierno federal canadiense a negociar; 3) En esa negociación Quebec no podrá imponer las condiciones de la secesión, pero desde la parte contraria tampoco se puede extraer la idea de que una expresión clara de la voluntad de la población de Quebec “no impone ninguna obligación al Gobierno federal”.

¿Cuál podría ser el marco de partida para reencauzar la crisis catalana? Respetar los marcos derivados de la voluntad ciudadana es condición necesaria para reivindicar el respeto a la voluntad ciudadana del presente y del futuro. Este principio, extrapolable a Euskadi, obligaría a todos con una limitación recíproca que, en buena lógica democrática, nadie puede rechazar. Tal y como lo expresó Daniel Innerarity, los soberanistas catalanes no deberían tratar de que el Estado reconozca lo que la sociedad catalana no reconoce (por ello es necesario trabajar conjuntamente a favor del logro de la consulta legal en torno a esa cuestión de especial trascendencia política); los demás deberían acreditar su compromiso para que la voluntad de la ciudadanía catalana sea incorporada al ordenamiento jurídico correspondiente.

Ya en 2012 el jurista Rubio Llorente, que fue vicepresidente del Tribunal Constitucional y presidente del Consejo de Estado, aludió a la necesidad y a la oportunidad de un referéndum para Catalunya. Señaló que “es deber del Gobierno contribuir a la búsqueda de vías que permitan llevarla a cabo de la manera menos traumática para todos; sin violar la Constitución, pero sin negar tampoco la posibilidad de reformarla si es necesario hacerlo”.

Con unas reglas fijadas de antemano, ¿qué hay de malo en verificar si la voluntad de independencia existe, en testar democráticamente si esa voluntad de independencia tiene o no la amplitud y solidez que permita validar tal propuesta y sobre todo cabe preguntarse por qué no permitir que se abra un debate que, antes de decidir, ilustre a los ciudadanos sobre el significado real de la independencia, sus ventajas y sus inconvenientes?

Tal y como de forma muy atinada señaló Ander Errasti, el mayor déficit normativo de la vía unilateral ha sido obviar que la independencia no es una decisión que afecta únicamente a la ciudadanía del demos catalán, sino también a la del demos español. Esto no significa que se deba decidir por voto directo de toda la ciudadanía estatal, puesto que no solo no resolvería el conflicto sino que promovería la dictadura de la mayoría. Supone que el procedimiento para la toma de decisión, pudiendo ser original, así como la distribución de los costes/beneficios de la decisión que se adopte, deben haber sido necesariamente acordados. Escocia y Quebec lograron ese acuerdo interno acerca del procedimiento para la toma de decisión.

Una opción, la del acuerdo, que queda descartada de facto en la unilateralidad. La actitud inmovilista y antidemocrática del Gobierno español durante todo el proceso catalán es criticable, sin duda, pero en ausencia de pacto la lógica de confrontación se acaba planteando en términos de victoria o derrota y ello impide construir de forma ordenada un nuevo marco institucional. El coste es brutal, Catalunya es claro ejemplo de ello.

Por ello, cabría proponer la concentración de todos los esfuerzos políticos y sociales en reforzar consensos internos plurales y amplios, para depositar así toda la presión democrática en quien tiene la clave para la solución a problemas políticos de tanta entidad. Y si una parte no quiere sentarse hay que lograr superar su inmovilismo reforzando y ensanchando el apoyo social y político a la necesidad de resolver desde la política un problema de raíz política.

La nación vasca posible no es ilimitada, no es la nación de la izquierda abertzale, tampoco la nación del nacionalismo tradicional. La nación vasca posible tampoco es la de los constitucionalistas empeñados en reducir todo a la identificación de una mera comunidad cultural. Hay que lograr aglutinar todas esas concepciones y maneras de ser y de sentirse vasco para lograr emerger una nación vasca común en la que el sueño y las aspiraciones de unos no se conviertan en las pesadillas de los otros.