Con los grandes dramas de la humanidad, guerras, hambrunas, seísmos, ocurre que nos afectan en tanto en cuanto se nos trasladan en imágenes y se nos reiteran en los medios. Ocurre, también, que para que esos dramas acaben preocupando y ocupando a la sociedad necesitan adquirir el carácter de primera noticia con el riesgo de recargarse de un morbo añadido y de sensacionalismo.

El drama de los millones de migrantes que desde hace décadas cada día huyen de guerras, miserias o dictaduras ocupa el interés de las gentes por oleadas, por impulsos informativos como si se les despertase del plácido sopor del bienestar cotidiano. Esta vez ha sido el Aquarius, anteayer el cadáver del niño Aylán, ayer las cuchillas de la valla de Melilla. Todo ello con el fondo del llanto de los miles de niños separados de sus padres inmigrantes por un nuevo desatino de Donald Trump. Pasada la primera impresión, ausente ya ese impulso inicial de conmiseración, dejamos de pensar en qué pasará mañana con los que llegan a la orilla andaluza o canaria, con los que se ahogan en la fosa común del Mediterráneo porque nadie, ninguna embarcación amiga o solidaria, se cruzó en su ruta incierta y desesperada.

Solo una mirada a los rostros de los 46 subsaharianos a los que un autobús procedente de Armería descargó en la estación de Donostia, podía darnos a entender el estupor, el desamparo y la incertidumbre de una gente que imaginaba haber colmado ya el límite de sus desgracias después de salvar la temeraria travesía de la patera, después de abonar casi con sangre el peaje a los que trafican con su huida de la miseria, después de ver su sueño convertido en pesadilla.

Solo entonces, cuando lo vemos, cuando lo olemos, cuando el drama está tan cerca de nuestros ojos, llegamos a conmovernos y hasta se nos despierta el instinto de ayudar, de hacer algo, de demandar que vengan y que vengan más. Pasado el primer shock, desaparecidas de las portadas las imágenes del desembarco, internados se supone que de forma temporal en recintos semicarcelarios, mientras se aclara cuál de las instituciones debe ocuparse de su atención, preferimos no pensar en que las migraciones de la miseria a la opulencia son uno de los más graves problemas de este tiempo.

Pocas veces nos paramos a pensar que el senegalés, o maliense, o sudanés, que nos aborda medio disfrazado de aborigen y nos ofrece sus abalorios con una sonrisa mientras cenamos, o tomamos una caña en una terraza, puede ser el mismo que cruzó el Estrecho en la patera, o el que se rajó la pierna con la concertina, o el que perdió a toda su familia en una guerra que no era la suya. El vendedor de baratijas, o el mantero, o el temporero sin papeles, son solo una muestra del sector posiblemente más humilde del migrante desesperado. Hay otros muchos, cada vez más, que por distantes y menos aparatosos no los teníamos tan en cuenta pero comienzan ya a resultar un grave problema para la Europa de la abundancia, dispuesta a cerrar los ojos para que no vean y quitárselos de encima. Pagando, por supuesto, pagando, pero cerrándoles el paso.

Cierto que en Euskal Herria los niveles de inmigración son todavía reducidos y soportables, pero comienzan a comprobarse entre nosotros señales incipientes de xenofobia. Desde el recelo sobre su acceso a las ayudas sociales, la prevención sobre su presunta conducta delincuencial, el prejuicio sobre su no integración, hasta el temor a las consecuencias de su eventual radicalidad, es frecuente que en el debate coloquial sobre el fenómeno que suponen los millones de migrantes y refugiados se encuentre uno con el xenófobo incipiente que te dice: “Si tanto te gustan, llévatelos a tu casa”.

A racistas y a olvidadizos, aunque nuestros ojos no vean, habrá que recordarles que los migrante son personas, no números. Cada pasajero del cayuco, cada superviviente de la patera, cada interno en el centro de acogida, tiene un nombre, una familia entre la que nació, creció y penó. Cada uno de los miles de inmigrantes que sumaron la cifra que hoy suman, quienes se lo jugaron todo por salir del hambre y la desesperación, cada uno de ellos, tiene su memoria, recuerda sus cuentos infantiles, canta sus canciones, añora a sus amigos, sueña con sus cosas y llora sus ausencias. Cuando les vemos, extenuados, arropados con la manta de la beneficencia y confortados con la taza de leche reglamentaria, no son parte del cupo negociable con sus países de origen. Son personas de apariencia variopinta, con otro color de piel, de quienes tenemos conocimiento solo por que huyen de la miseria. Pero no son números.